Baldomero López Carrera
domingo, 29 de enero de 2012
El Evangelio de hoy
En nuestra sociedad estamos
acostumbrados a fijarnos, y sobre todo a admirar, a las personas sanas,
vigorosas, jóvenes, guapas y ricas. Sin embargo, pasar de largo y no
prestar atención a los millones de personas que sufren porque son
débiles, pobres, enfermas, perdedoras o fracasadas es desconocer por
completo lo que es la vida humana. La mirada de Jesús de Nazaret se dirigió precisamente a aquellos a los que nadie quería ver:
a los que podemos denominar con toda crudeza «existencias humanas
deterioradas». No fue casual que quisiera inaugurar el Reino de Dios
sanando a un enfermo en la sinagoga de Cafarnaúm. La razón es que el
Dios Padre de Jesús no quiere el sufrimiento de los seres humanos –como
frecuentemente se piensa y se dice–, sino que envió a su Hijo a
remediarlo y a arrancarlo de raíz. El poder de Dios que experimentó
Jesús actuando en su ministerio fue un poder para curar, no para
destruir. Del mismo modo, el mensaje que había recibido para proclamar
fue el mensaje del favor de Dios, no el de la venganza de Dios. Nosotros
los cristianos, –a la vez que estamos siendo sanados por nuestros
hermanos– somos llamados por el Espíritu de Jesús a ser también
sanadores de otros seres humanos que sufren las más diversas dolencias.
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