«Prestad oído y venid a mí; escuchad y vivirá vuestra alma» (Is 55,3)
Presentar el silencio no es fácil. Hablar es un sin sentido porque el silencio es una práctica. Hay que ir por este camino de las no palabras sin adelantos, sin previsiones. Se puede decir, incluso, con ingenuidad, con pereza.
Lo primero que hay que tener es una clara aceptación de la realidad del momento. Aceptar todo es lo importante para que aparezca la posibilidad del encuentro. Esto dará pie a que fluya lo que tiene que fluir.
El silencio es una gran rebelión contra nuestro propio desorden. Es una rebelión contra el mundo interior. Se habla de rebeldía porque sospechamos que puede ser posible. Es una esperanza. Buscamos nuestra propia transformación atendiendo a nuestra propia profundidad íntima porque si Dios está dentro el reencontrarlo es nuestra tarea, nuestro derecho, nuestro deber.
En mi propia aventura puedo advertir cómo las cosas del exterior me hipnotizan. Es posible que descubra cómo me dejo absorber por la superficie dejando la fuente interior desatendida.
En el silencio se pueden romper los muros que nos separan de la vida. El silencio no es prisión. Es respirar libremente. Tengo que contactar con mi verdad interior porque todavía no sé lo que soy. En el silencio se puede disfrutar de uno mismo y gustarse.
Pero puede ser costoso estar en rebeldía porque lo cotidiano es el constante movimiento y estar inmóvil nos resulta insoportable. Estamos llenos de gestos, de ruidos... Sólo el sospechar que se puede uno detener, sobresalta. Parar la actividad física y mental suele traer y crear un vacío insostenible. Cuando el silencio se hace presente se tiene la tentación de llenarlo cogiendo un libro, escuchando música... Todo con tal de no abrazar al silencio. Pero el silencio sólo es eso. Y es tan simple que aparece para vivirlo.
Por lo tanto, no es cuestión de leer ni de buscar soporte alguno que nos ayude a encontrarlo. Hay que enmudecer no solamente con la palabra. El reposo es absoluto. Una inmovilidad hasta celular. Nuestro cuerpo también tiene que permanecer quieto; así es como puede ocurrir lo impensable.
Nuestro propio desorden ofrecerá resistencia al silencio. Tremenda resistencia. Ese sendero de nuestra agitación puede ser un camino precioso para el silencio. Es cuestión de saberlo de antemano y de no asustarse ante esta realidad porque desde ella misma encontraremos el camino. La mejor manera de pacificarse es dejar agotar nuestra agitación.
Incorporar nuestro cuerpo al silencio es necesario porque nos llevará al reposo interior y a la paz. Muchas veces nuestro dolor físico se opondrá al silencio. Es bueno sentirlo porque este dolor puede ser el índice de nuestra falsedad, mentira, desasosiego, desamparo...
El gesto hacia el silencio tiene que brotar cada día desde el corazón. Sin tensión, sin obligación, sin esperar ni tender a nada. Sólo así podremos ver cómo el silencio es nuestra verdad y nuestra salud.
Cuando uno se sumerge en el silencio lo primero que, a veces, nos ocurre es que vemos desfilar sin parar las inquietudes de nuestras angustias. Nuestras complejidades, agresiones, luchas, errores...; pero no pasa nada, porque más allá estamos nosotros a salvo, puros y sin contaminación. Mi propia verdad habrá que recuperarla dentro. Estará esperándome en mi corazón. No hay nada que asuste. Todo es un sendero que se irá abriendo para llegar a nuestro corazón. Es necesario no dar marcha atrás en el silencio porque hay que llegar hasta el final. En esa tierra neutra se está bien, y ningún obstáculo me puede detener. Porque en realidad tengo que llegar a Dios y a mis propios y auténticos compromisos con la vida. Todo ello se consigue si labro mi propio corazón sin mirar atrás, sin pararme, sin detenerme.
En el silencio no hay engaño, es pura esencia, estás solo, tu, tu ser entero. Por eso es tan difícil, porque no nos atrevemos a estar en esa soledad que es pues esencia. Es ahí, en el silencio, donde se siente la presencia de Dios.
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