“La gente está siempre impaciente, pero Dios nunca tiene prisa”. Nikos Kazantzakis escribió estas palabras, que iluminan una importante verdad: Necesitamos ser pacientes, infinitamente pacientes con Dios. Necesitamos permitir a las cosas manifestarse en su propio tiempo, el tiempo de Dios.
Mirando la historia religiosa a lo largo de los siglos, no podemos menos que estar impactados por el hecho de que Dios aparentemente toma su tiempo a pesar de nuestra impaciencia. Nuestras escrituras son frecuentemente una relación de deseos frustrados, de incumplimientos y de impaciencia humana. Es más bien excepción cuando Dios interviene directa y decisivamente para resolver una tensión humana particular. Nosotros siempre estamos ansiando un Mesías para suprimir nuestro dolor y vengar la opresión, pero las más de las veces esas oraciones parece que caen en oídos sordos.
Y así, vemos en la escritura el constante y doloroso grito: “¡Ven, Señor, ven!, ¡Sálvanos!, ¿Cuánto tiempo más tenemos que esperar?, ¿Cuándo, Señor, cuándo?, ¿Por qué no ahora?” Somos eternos impacientes, pero Dios rehúsa tener prisa. ¿Por qué? ¿Por qué Dios es, aparentemente, tan lento en actuar? ¿Es Dios insensible a nuestro sufrimiento? ¿Por qué Dios es tan paciente, tan lento en su plan cuando nosotros estamos sufriendo tan profundamente? ¿Por qué Dios es tan extremadamente lento en actuar a pesar de nuestra impaciencia humana?
Hay una línea en la literatura apocalíptica judía que, metafóricamente, ayuda a responder a esta pregunta: “¡Toda lágrima acerca más al Mesías!”. Parecería que hay una intrínseca conexión entre la frustración y la posibilidad de un Mesías que nace. Parece que ese Mesías puede nacer sólo después de un largo periodo de ardiente espera humana. ¿Por qué?
El nacimiento humano ayuda a responder a esa pregunta. La gestación no puede darse prisa, y hay una orgánica conexión entre el dolor que una madre experimenta en el nacimiento de su hijo y el alumbramiento de una nueva vida. Y eso es también cierto del nacimiento de Jesús. El adviento es un proceso de gestación que no se puede acelerar. Lágrimas, dolor y un largo periodo de oración son necesarios a fin de crear las condiciones para la clase de embarazo que trae a un Mesías a nuestro mundo. ¿Por qué? Porque el auténtico amor y la vida sólo pueden nacer cuando una larga y penosa paciencia ha creado el espacio propio, el vientre virginal en el que lo sublime puede nacer. Quizás un par de metáforas pueden ayudarnos a entender esto.
Juan de la Cruz, tratando de explicar cómo una persona viene para ser inflamada en amor altruista, usa la imagen de un tronco ardiendo en las llamas de un hogar. Cuando un tronco verde es puesto al fuego, no empieza a arder inmediatamente. Primero necesita secarse. Así, durante largo tiempo, permanece en el fuego y chisporrotea, secándose lentamente de su verdor y humedad. Sólo cuando alcanza alta temperatura, se puede encender y arder en llamas. Hablando metafóricamente, antes de que un tronco pueda arder en llamas, necesita pasar por cierto adviento, cierta sequedad, un periodo de frustración y anhelo. Así, también, la dinámica de cómo el auténtico amor nace en nuestras vidas. Podemos encendernos en amor sólo cuando nosotros, egoístas, verdes y húmedos troncos, hemos chisporroteado suficientemente. Y el fuego que nos hace chisporrotear es el deseo no cumplido.
Pierre Teilhard de Chardin ofrece una segunda metáfora aquí cuando habla de algo que él llama “la subida de nuestra temperatura psíquica”. En un laboratorio químico, es posible colocar dos elementos en el mismo tubo de ensayo y no lograr fusión. Los elementos permanecen separados, rehusando unirse. Sólo después de que se ha calentado a más alta temperatura logran unirse. Nosotros no somos diferentes. Con frecuencia, sólo cuando nuestra temperatura psíquica está elevada suficientemente, hay fusión, esto es, sólo cuando un anhelo no correspondido ha elevado suficientemente nuestra temperatura psíquica, podemos movernos hacia la reconciliación y la unión. Expresado simplemente, a veces necesitamos ser elevados a una alta agitación a través de la frustración y el dolor antes de que queramos desasirnos de nuestro egoísmo y nos dejemos atraer dentro de la comunidad.
Thomas Halik comentó una vez que la palabra ateo es simplemente otro término para designar a uno que no tiene suficiente paciencia con Dios. Estaba en lo cierto. Dios nunca tiene prisa, y por una buena razón. El Mesías sólo puede nacer de una particular clase de vientre, a saber, uno en el cual haya suficiente paciencia y buena voluntad para esperar hasta el punto de permitir que las cosas sucedan según los planes de Dios, no según los nuestros.
De ahí que, idealmente, toda lágrima debería acercarnos más al Mesías. Esto no es un insondable misterio: Idealmente, toda frustración debería hacernos más dispuestos al amor. Idealmente, toda lágrima debería hacernos más dispuestos a perdonar. Idealmente, toda angustia debería hacernos más dispuestos a desasirnos de algo de nuestro individualismo. Idealmente, todo incumplido anhelo debería introducirnos en una oración más profunda y sincera. Y toda nuestra dolorosa impaciencia por una consumación que parece eludirnos para siempre, debería, idealmente, ponernos lo bastante encendidos como para arder en la llama del amor.
Todavía otra imagen que ofrecer: ¡Es con gran gemido de la carne como la vida del espíritu es dada a luz!
Ciudad Redonda
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