jueves, 13 de agosto de 2015

El jardinero

Cuando pienso en la cercanía de Dios imagino unos brazos siempre a punto para remangarse, echar una mano y tocar la vida. Dios entra en este mundo, besa sus heridas, acompaña soledades y goza con nuestras alegrías. No le resulta ajena la vida pues conoce lo que significa ser hombre. No es un espectador sin más de la gran obra del mundo. Contempla pero también actúa. 

Por esto me imagino a Dios como un jardinero y no como el señor de la tierra que se pasea y sólo se satisface con el deleite estético, ignorando lo que hace posible los olores y colores.

El jardinero sueña su jardín. Se ensucia las manos preparando el terreno donde sembrará, ilusionado, las semillas que previamente ha elegido. Proyecta los espacios, los conjuntos, las combinaciones de colores y de formas. Se preocupa por sus plantas, regándolas, podándolas, buscando el lugar idóneo para ellas, potenciándolas para que den su mejor fruto. 

Cuando una planta enferma, el dueño sólo encuentra en ella algo  que afea su apariencia. El jardinero, sin embargo, encuentra una oportunidad para la compasión. Busca la causa de su mal y la cuida hasta que se recupera. El jardinero conoce los ritmos y los tiempos de cada una de ellas. No las fuerza para que florezcan a la vez o para que tengan un rendimiento casi artificial. Tampoco se cansa de verlas y en cada temporada sabe encontrarles su novedad. 

El jardinero sabe que su trabajo es oculto y discreto. Cuando es el tiempo de esplendor de su obra,  se sitúa en segundo plano o desaparece para que otros pongan su atención en lo que para él es lo más importante, aquello a lo que dedica su tiempo y sus esfuerzos. Sabe además que a él corresponde mancharse las manos, pincharse con las espinas, llenarse de barro, aguantar encorvado las horas de frío o de sol. 

Cuando sus plantas no siguen adelante es él quien se lleva las decepciones, sufriendo el hueco que dejan. Podrá sustituirla por otra, pero no será la misma. Sabe, por tanto, que en su labor es imprescindible la paciencia, que por mucho que cuide sus plantas, no puede controlarlo todo. Él solo puede dar lo que tiene, velar por su crecimiento y protegerlas. 


Así imagino a Dios con las personas. Nos sueña y acompaña, se alegra y sufre, nos cuida y sabe respetar el libre caminar. Y, aunque a veces le demos la espalda, siempre nos espera con sus paternales brazos abiertos.

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