Era una sensación maravillosa. Ya había pasado más de una semana
desde que Dios llenara mi corazón de una profunda consolación. Estaba enchufadísimo al
Señor, y daba gracias por ello. Porque cada día, al sentarme a rezar un poco,
descubría que íbamos a una, que mi corazón y mi razón, mi afecto y mi voluntad,
caminaban con paz por donde Dios me iba guiando. Estábamos de acuerdo en la
difícil decisión que tenía que tomar acerca de cómo emplear mi último verano
universitario - suerte que Dios me pedía descansar y no comprometerme en campos
de trabajo ni historias de ésas-, descubrí que tenía yo la razón en la
discusión con mi compañero de piso por los turnos de limpieza, que era bueno
que castigara un poco con el silencio a mi hermano...
Hasta
que un día, mientras daba un paseo bajo la lluvia, agradeciendo al Señor todo
lo que veía en mi vida, quise asomarme a buscar en un charco de agua su rostro
sonriente, esa sonrisa que me cautivó en Javier hace tiempo. Y vi la
sonrisa...se fueron dibujando más rasgos de su cara...hasta que la pude
contemplar completa. ¿El rostro del Señor en el agua era mi propio rostro? Y
allí llegó el tirón de orejas de Dios. Se desdibujó la sonrisa al instante,
cuando comprendí que, al creer contemplar a Jesús, tan sólo me veía a mí.
Y
entonces me di cuenta de que, en lugar de ir a la oración a hablar con Jesús como un amigo habla a otro amigo, lo había dejado calladito
en un rincón, para que no molestara mientras yo hablaba conmigo mismo. Y es que
muchas veces sucede esto, ponemos en labios del Señor lo que queremos oír, le
pretendemos llevar por donde nos conviene, le hacemos infinitamente
misericordioso con nosotros, mientras juzga con tanto rigor los defectos de
quienes nos rodean...
Suerte
que Él no se deja manosear, suerte que es más listo que nosotros, nos sorprende
y devuelve a la realidad cuando menos lo esperamos. Suerte que, cuando
construimos un dios a nuestra propia imagen, Dios se sonríe y nos da un tirón
de orejas.
Suerte
que Él es paciente, que vela por nosotros cada día, que soporta que le pongamos
caretas, suerte que es fiel quien
hizo la promesa.
Suerte que haya leído esto para aprender a escuchar a Dios: sobran todas las palabras, basta el silencio. H y MN
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