Hoy
nos encontramos con una excesiva información que va generando paulatinamente la
‘naturalización’ de la miseria. Es
decir, poco a poco, nos volvemos inmunes a las tragedias ajenas y las evaluamos
como algo ‘natural’.
Son
tantas las imágenes que nos invaden que vemos
el dolor, pero no lo tocamos; sentimos el llanto, pero no lo consolamos;
vemos la sed pero no la saciamos. De esta manera, muchas vidas se vuelven parte
de una noticia que, en poco tiempo, será cambiada por otra. Y mientras cambian
las noticias, el dolor, el hambre y la sed no cambian, permanecen. Tal
tendencia –o tentación– nos exige un paso más y, a su vez, revela el papel
fundamental de las Instituciones, para el escenario global. Hoy no podemos darnos por satisfechos con sólo
conocer la situación de muchos hermanos nuestros. Es necesario
‘desnaturalizar’ la miseria y dejar de asumirla como un dato más de la
realidad, porque la miseria tiene
rostro: tiene rostro de niño, tiene rostro de familia, tiene rostro de jóvenes
y ancianos. Tiene rostro en la falta de posibilidades y de trabajo de muchas
personas, tiene rostro de migraciones forzadas, casas vacías o destruidas. No
podemos ‘naturalizar’ el hambre de tantos; no nos está permitido decir que su
situación es fruto de un destino ciego frente al que nada podemos hacer.
Por
otro lado, tenemos que las burocracias mueven expedientes; la compasión, en cambio,
se juega por las personas. Por eso, es necesario trabajar para ‘desnaturalizar’
y desburocratizar la miseria y el hambre de nuestros hermanos.
La falta de alimentos no es algo natural,
no es un dato ni obvio, ni evidente. Que hoy en pleno siglo XXI muchas personas
sufran este flagelo, se debe a una egoísta y mala distribución de recursos, a
una ‘mercantilización’ de los alimentos. El
alimento es un don que hemos convertido en privilegio de unos pocos.
El consumismo es
una de las causas que nos ha inducido a acostumbrarnos a lo superfluo y al
desperdicio cotidiano de alimento, al cual, a veces, ya no somos capaces de dar
el justo valor, que va más allá de los meros parámetros económicos. Por ello,
decimos que el alimento que se desecha
es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre.
Por
otro lado, vivimos en un mundo inestable, en el que, últimamente, las guerras y las amenazas de conflictos es lo que predomina en
nuestros intereses y debates.
Las armas han alcanzado
una preponderancia inusitada, de tal forma que han arrinconado totalmente otras maneras de solucionar las cuestiones
en pugna, y, mientras las ayudas y los planes de desarrollo se ven
obstaculizados por intrincadas e incomprensibles decisiones políticas, por
sesgadas visiones ideológicas o por infranqueables barreras aduaneras, las
armas no; no importa la proveniencia, circulan con una libertad jactanciosa y
casi absoluta en tantas partes del mundo. Y de este modo, son las guerras las que se nutren y no las personas. En algunos
casos, hasta la misma hambre se utiliza como arma de guerra.
Somos
plenamente conscientes de ello, pero dejamos que nuestra conciencia se anestesie y así la volvemos insensible. De
tal modo que la fuerza se convierte
en nuestro único modo de actuar, y, el
poder en el objetivo perentorio a alcanzar. Las poblaciones más débiles no
sólo sufren los conflictos bélicos sino que, a su vez, ven frenados todo tipo
de ayuda. Por esto urge desburocratizar
todo aquello que impide que los planes de ayuda humanitaria cumplan sus
objetivos.
“Tuve hambre y me
diste de comer, tuve sed y me diste de beber”. En estas palabras se halla las
máximas del cristianismo. Una expresión que, más allá de los credos y de las
convicciones, podría ser ofrecida como regla de oro para nuestros pueblos
Finalmente diré que un pueblo se juega su
futuro en la capacidad que tenga para asumir el hambre y la sed de sus
hermanos. En esta capacidad de socorrer
al hambriento y al sediento podemos también medir el pulso de nuestra humanidad.
Muchas gracias. Fernando
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