El mundo, desgraciadamente, está marcado por las divisiones y los conflictos, así como por formas graves de pobreza material y espiritual, incluida la explotación de las personas, incluso de niños y ancianos, y espera de los cristianos un testimonio de mutua estima y cooperación fraterna, que haga brillar, ante toda conciencia, el poder y la verdad de la resurrección de Cristo.
El compromiso paciente y renovado hacia la plena
unidad, la intensificación de las iniciativas comunes y la colaboración entre
todos los discípulos del Señor con vistas al bien común, son como luz brillante
en una noche oscura, y una llamada a
vivir también las diferencias en la caridad y en la mutua comprensión.
Pienso que el espíritu
ecuménico adquiere un valor ejemplar, incluso fuera de los límites visibles
de la comunidad eclesial, y representa, para todos, una fuerte llamada a componer las divergencias,
mediante el diálogo y la valorización de lo que une.
Esto impide también la instrumentalización y la
manipulación de la fe, porque obliga a redescubrir
las genuinas raíces, a comunicar, defender y propagar la verdad, en el
respeto de la dignidad de todo ser humano, y con modos que trasparenten la presencia
de ese amor y de aquella salvación, que se quiere difundir.
Se ofrece de este modo al mundo —que tiene necesidad
urgente de ello— un convincente testimonio
de que Cristo está vivo y operante, capaz de abrir siempre nuevas vías de
reconciliación entre las naciones, las civilizaciones y las religiones. Se
confirma y se hace creíble que Dios es amor y misericordia.
Pido armonizar los conflictos que desgarran la vida civil
y producen divisiones difíciles de sanar.
También quiero destacar la fe de vuestro pueblo y doy gracias porque vuestra fe ha conferido al país su identidad peculiar y la ha hecho
mensajera de Cristo entre las naciones.
Cristo es
vuestra gloria, vuestra luz, el sol que os ha iluminado y dado una nueva vida, que os ha acompañado y sostenido, especialmente en
los momentos de mayor prueba. Me inclino ante la misericordia del Señor, que ha
querido que vuestro país se convirtiese y acogiese el cristianismo como su religión, en un tiempo
en el que todavía arreciaban las persecuciones.
La fe en Cristo no ha sido para este pueblo como un
vestido que se puede poner o quitar en función de las circunstancias o
conveniencias, sino una realidad
constitutiva de su propia identidad, un don de gran valor que se debe
recibir con alegría, y custodiar con atención y fortaleza, a precio de la misma
vida. Que el Señor os siga bendiciendo.
Fernando
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