“Una frágil mujer negra de unos setenta años de edad lentamente se pone en pie. Al otro lado de la sala y dándole la cara hay varios oficiales de policía blancos. Uno de ellos es Mr. Van der Broek, que acaba de ser juzgado y considerado implicado en los asesinatos del hijo y del esposo de la mujer hace varios años. Van der Broek había ido a la casa de esta mujer, había agarrado a su hijo, le había disparado a quemarropa y después había prendido fuego al cuerpo del joven, mientras él y sus oficiales lo celebraban cerca.
Varios años después, van der Broek y sus hombres apresaron a su esposo. Dos años después de la desaparición de su esposo, Van der Broek regresó para agarrar a la mujer misma. Ella recuerda muy bien, con vívidos detalles aquella noche cuando la llevaron a un lugar al lado de un río y le mostraron a su esposo, atado y golpeado pero aún fuerte en espíritu, que yacía sobre un montón de madera. Las últimas palabras que ella escuchó de sus labios a la vez que los oficiales derramaban gasolina sobre su cuerpo y le prendían fuego fueron: “Padre, perdónalos...”.
Ahora la mujer está en pie en la sala del tribunal y escucha las confesiones que hace el señor Van der Broek. Un miembro de la Comisión para la verdad y la Reconciliación de Sudáfrica se vuelve a ella y pregunta:
¿Qué quiere usted? ¿Cómo debería hacerse justicia a este hombre que ha destruido tan brutalmente a su familia?
Quiero tres cosas –comienza la anciana mujer tranquilamente pero con seguridad-, primero quiero que me lleven al lugar donde el cuerpo de mi esposo fue quemado para recoger sus cenizas y hacer un entierro decente.
Hizo una pausa y después continuó:
Mi esposo y mi hijo eran mi única familia. Por lo tanto, en segundo lugar quiero que el señor Van der Broek se convierta en mi hijo. Me gustaría que él viniese dos veces al mes al gueto y pase un día conmigo de modo que yo pueda derramar sobre él cualquier amor que aún quede en mí.
Declaró que también quería una tercera cosa:
Este es también el deseo de mi esposo, y por eso pediría amablemente que alguien se me acercase y me guiase al otro lado de la sala para poder tomar en mis brazos al señor Van der Broek y abrazarlo, y hacerle saber que está verdaderamente perdonado.
Quiero tres cosas –comienza la anciana mujer tranquilamente pero con seguridad-, primero quiero que me lleven al lugar donde el cuerpo de mi esposo fue quemado para recoger sus cenizas y hacer un entierro decente.
Hizo una pausa y después continuó:
Mi esposo y mi hijo eran mi única familia. Por lo tanto, en segundo lugar quiero que el señor Van der Broek se convierta en mi hijo. Me gustaría que él viniese dos veces al mes al gueto y pase un día conmigo de modo que yo pueda derramar sobre él cualquier amor que aún quede en mí.
Declaró que también quería una tercera cosa:
Este es también el deseo de mi esposo, y por eso pediría amablemente que alguien se me acercase y me guiase al otro lado de la sala para poder tomar en mis brazos al señor Van der Broek y abrazarlo, y hacerle saber que está verdaderamente perdonado.
Cuando los asistentes de la sala acudieron a guiar a la anciana al otro lado de la sala, el señor Van der Broek, abrumado por lo que acababa de oír, se desmayó. Al hacerlo, quienes estaban en la sala: familia, amigos, vecinos –todos ellos víctimas de décadas de opresión e injusticia- comenzaron a cantar, con suavidad pero con seguridad: “Sublime gracia, dulce son, a un infeliz salvó”.
(Peter Evans, “The mask behind the mask” (London, Frewin, 1969)
Testimonio enternecedor donde se aprecia cómo el amor es más grande que el odio. Esa mujer hizo lo que nos enseñó Jesús, en la misma cruz: perdonar a quien te hace daño. El corazón de esta mujer era puro amor. Así es el cielo: ahí no tiene cabida el odio. Así es Dios: pura misericordia.
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