jueves, 29 de mayo de 2014

RECORDANDO EL AÑO DE LA FAMILIA



Han pasado veinte años. En 1994, por decisión de las Naciones Unidas, se celebraba el Año Internacional de la Familia. El logotipo mostraba dos corazones entrelazados  cubiertos por un tejadillo al que le faltaba una columna. Decía que  significaba un hogar abierto a la sociedad. La familia no es sólo espontaneidad y amor, es también responsabilidad comunitaria. No es un espacio cerrado a todos los vientos. No hay familia sin apertura y sin acogida.
Por todas partes se nos invitaba a "construir la democracia más pequeña en el corazón de la sociedad". La sociedad grande habría de aprender de esa pequeña sociedad que es la familia su ser y su quehacer como comunidad humana y humanizadora.
Pero aquel tejadillo abierto era muy ambiguo. De hecho preparaba el reconocimiento de cualquier unión fáctica de parejas de cualquier sexo. Creíamos que la familia estaba ya inventada, pero desde entonces se pretende redefinirla a cada paso. La glorificación del pluralismo como máximo valor lleva en nuestro tiempo a la aceptación de cualquier tipo de valor.
En aquel año, el Papa Juan Pablo II publicó una amplia Carta a las Familias. En ella menciona las modernas interpretaciones de la familia: "En nuestros días, ciertos programas sostenidos por medios muy potentes parecen orientarse por desgracia a la disgregación de las familias. A veces parece incluso que, con todos los medios, se intente presentar como 'regulares' y atractivas -con apariencias exteriores seductoras- situaciones que en realidad son 'irregulares' (n.5).
El Año Internacional de la Familia no pretendía solo  lamentar los fracasos, sino suscitar todo un movimiento mundial de apoyo a las familias. Sin ellas no es posible una sociedad humana. Muchas familias luchan por mantener sus valores e ideales, por descubrir su misión y afianzar su compromiso humano y social.
Dos de esos valores se implican mutuamente: la gratuidad y la gratitud.
Por el primero, la familia nos enseña a conceder tiempo y atenciones a los miembros que parecen aún incapaces de "producir" bienes para la comunidad. Por el segundo, la familia nos recuerda el deber y el honor de reconocer el servicio y los méritos de quienes ya  se han retirado de una vida dedicada a la producción inmediata de bienes y servicios. 
En términos cristianos, diríamos que con ese lenguaje de la acogida inmerecida y la atención reconocida, la familia constituye ya por sí misma un "evangelio": una buena noticia para el mundo.
A las familias cristianas  les pedía Juan Pablo II en  la  Carta a las familias que volvieran su mirada a la Sagrada Familia de Nazaret, "icono y modelo de toda familia humana". Ahí habrán siempre de aprender "a profundizar la propia misión en la sociedad y en la Iglesia, mediante la escucha de la palabra de Dios, la oración y la fraterna comunión de vida" (n. 23).

                                                          José-Román Flecha Andrés

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