lunes, 21 de noviembre de 2016

Año de la Misericordia: El Papa Francisco y el rezo de vísperas


El Papa Francisco presidió el rezo de las vísperas, la oración que reza la Iglesia al caer la tarde, y pronunció la siguiente meditación:

¡Qué lindo es rezar todos juntos las vísperas!. ¡Cómo no soñar con una Iglesia que refleje y repita la armonía de las voces y del canto en la vida cotidiana! Y lo hacemos hoy en la Catedral, que es signo de la Iglesia y de cada uno de nosotros.
La oración litúrgica, su estructura y modo pausado, quiere expresar a la Iglesia toda, esposa de Cristo, que intenta configurarse con su Señor. Cada uno de nosotros en nuestra oración queremos ir pareciéndonos más a Jesús.
La oración hace emerger aquello que vamos viviendo o deberíamos vivir en la vida cotidiana, al menos con la oración que no quiere ser alienante o sólo preciosista.  La oración nos da impulso para ponernos en acción, o, para revisarnos en aquello que rezamos en los salmos: somos las manos del Dios «que alza de la basura al pobre» (Sal 112,7) y somos  los que trabajamos para que la tristeza de la esterilidad se convierta en campo fértil.
Nosotros que cantamos que «vale mucho a los ojos del Señor la vida de los fieles», somos los que luchamos, peleamos, defendemos la valía de toda vida humana, desde la concepción hasta que los años sean muchos y las fuerzas pocas.
La oración es reflejo del amor que sentimos por Dios, por los otros, por el mundo creado; el mandamiento del amor es la mejor configuración del discípulo misionero con Jesús.
Estar apegados a Jesús da profundidad a la vocación cristiana, que interesada en el «hacer» de Jesús –que es mucho más que actividades– busca asemejarse a Él en todo lo realizado. La belleza de la comunidad eclesial nace de la adhesión de cada uno de sus miembros a la persona de Jesús, formando un «conjunto vocacional» en la riqueza de la diversidad armónica.
Las antífonas de los cánticos evangélicos de este fin de semana nos recuerdan el envío de Jesús a los doce. Siempre es bueno crecer en esa conciencia de trabajo apostólico en comunión. Es hermoso verlos colaborando pastoralmente, siempre desde la naturaleza y función eclesial de cada una de las vocaciones y carismas.
            Quiero exhortarlos a todos ustedes, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y seminaristas a comprometerse en esta colaboración eclesial, especialmente en torno a los planes de pastoral de las diócesis y de su misión, cooperando con toda su disponibilidad al bien común.
Si la división entre nosotros provoca esterilidad (cf. Evangelii gaudium 98-101), no cabe duda de que de la comunión y la armonía nace la fecundidad, porque son profundamente consonantes con el Espíritu Santo.
Todos tenemos limitaciones. Ninguno puede reproducir en su totalidad a Jesucristo, y si bien cada vocación se configura principalmente con algunos rasgos de la vida y la obra de Jesús, hay algunos comunes e irrenunciables. Recién hemos alabado al Señor porque «no hizo alarde de su categoría de Dios» (Flp 2,6) y esa es una característica de toda vocación cristiana: no hizo alarde de su categoría. El llamado por Dios no se pavonea, no anda tras reconocimientos ni aplausos pasajeros, no siente que subió de categoría ni trata a los demás como si estuviera en un peldaño más alto.
La supremacía de Cristo es claramente descrita en la liturgia de la Carta a los Hebreos; nosotros acabamos de leer casi el final de esa carta: «Hacernos perfectos como el gran pastor de las ovejas» (Hb 13,20), y esto supone asumir que todo consagrado se configura con Aquel que en su vida terrena, «entre ruegos y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas» alcanzó la perfección cuando aprendió, sufriendo, qué significaba obedecer; y eso también es parte de la llamada, es parte de su vocación.
Terminemos de rezar nuestras vísperas; el sonido de las campanas antecede y acompaña en muchas oportunidades nuestra oración litúrgica: hechos de nuevo por Dios cada vez que rezamosfirmes como un campanariogozosos de repicar las maravillas de Dios, compartamos el Magnificat y dejemos al Señor hacer, que Él haga, a través de nuestra vida consagrada, grandes cosas en nuestra acción pastoral.                               

Fernando  

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