Un
santuario mariano es un lugar de fiesta,
de encuentro, de familia. Acudimos a
presentar nuestras necesidades, venimos a agradecer, a pedir perdón y a volver
a empezar. ¡Cuántos bautismos, cuántas vocaciones sacerdotales y religiosas,
cuántos noviazgos y matrimonios nacieron a los pies de nuestra Madre!. ¡Cuántas
lágrimas y despedidas!. Venimos siempre con nuestra vida, porque aquí se está en casa y lo
mejor es saber que alguien nos espera. Y venimos porque queremos renovar nuestras ganas de vivir la alegría
del Evangelio.
¡Cómo
no reconocer que el santuario mariano es parte vital del pueblo cristiano…!.
Así lo sienten, así lo rezan, así lo cantan. Acudimos como Pueblo de Dios, a
los pies de nuestra Madre, a darle nuestro amor y fe.
En
el Evangelio del anuncio del Ángel a María leemos: «Alégrate,
llena de gracia. El Señor está contigo». Alégrate, María, alégrate. Frente a este saludo, ella, quedó
desconcertada y se preguntaba qué quería decir. No entendía mucho lo que estaba
sucediendo. Pero supo que venía de Dios y dijo «sí». María es la madre del «sí». Sí, al sueño de Dios, sí al proyecto de
Dios, sí a la voluntad de Dios. Un «sí» que, como sabemos, no fue nada fácil de
vivir. Un «sí» que no la llenó de privilegios o diferencias, sino que, como le
dirá Simeón en su profecía: «A ti una espada te va a atravesar el corazón» (Lc 2,35).
Y ¡vaya que se lo atravesó! Por eso la queremos tanto y encontramos en ella una
verdadera Madre que nos ayuda a mantener viva la fe y la esperanza en medio de
situaciones complicadas. Siguiendo la profecía de Simeón nos hará bien repasar
brevemente tres momentos difíciles en la
vida de María.
1. El
nacimiento de Jesús. «No había un lugar para ellos» (Lc 2,7).
No tenían una casa, una habitación para recibir a su hijo. No había espacio
para que pudiera dar a luz. Tampoco familia cercana, estaban solos. El único
lugar disponible era una cueva de animales. Y en su memoria seguramente
resonaban las palabras del Ángel: »Alégrate María, el Señor está contigo». Y
Ella podía haberse preguntado: ¿Dónde está ahora?
2. La
huida a Egipto. Tuvieron que irse, exiliarse. Allí no solo
no tenían un espacio, ni familia, sino que incluso sus vidas corrían peligro.
Tuvieron que marcharse a tierra extranjera. Fueron migrantes perseguidos por
la codicia y la avaricia del emperador. Y allí podría haberse preguntado: ¿Y
dónde está lo que me dijo el Ángel?
3. La
muerte en la cruz. No
debe existir situación más difícil para una madre que acompañar la muerte de su
hijo. Son momentos desgarradores. Ahí vemos a María, al pie de la cruz, como
toda madre, firme, sin abandonar, acompañando a su Hijo hasta el extremo de la
muerte y muerte de cruz. Y allí también podría haberse
preguntado ¿dónde está lo que me dijo el ángel? Y
luego la vemos conteniendo y sosteniendo a los discípulos.
Vemos
su vida, y nos sentimos comprendidos,
entendidos. Podemos sentarnos a rezar y usar un lenguaje común frente a un
sinfín de situaciones que vivimos a diario. Nos podemos identificar en muchas
situaciones de su vida. Contarle de nuestras realidades porque ella las
comprende.
Ella
es la mujer de fe, es la Madre de la Iglesia, ella creyó. Su
vida, es testimonio de que Dios no defrauda, que Dios no abandona a su Pueblo, aunque existan
momentos o situaciones que parecen que Él no está. Ella fue la primera
discípula que acompañó a su Hijo y sostuvo la esperanza de los apóstoles en los
momentos difíciles. Estaban cerrados con no sé cuántas llaves de miedo en el cenáculo. Fue
la mujer que estuvo atenta y supo decir –cuando parecía que la fiesta y la
alegría se terminaba–: «no tienen vino» (Jn 2,3).
Fue la mujer que supo ir y estar con su prima Isabel «unos tres meses» (Lc 1,56)
para que no estuviera sola en su parto. Esa es nuestra madre así de
buena, así de generosa, así de acompañadora en nuestra vida.
Todo
esto lo sabemos por el Evangelio, pero también sabemos que, en este santuario,
es la Madre que ha estado a nuestro lado en tantas situaciones difíciles. Este
Santuario, guarda, atesora, la memoria de un pueblo que sabe que María es Madre y que ha estado y está al
lado de sus hijos.
Ha
estado y está en nuestros hospitales, en nuestras escuelas, en nuestras casas.
Ha estado y está en nuestros trabajos y en nuestros caminos. Ha estado y está
en las mesas de cada hogar. Ha estado y está en la formación de la Patria,
haciéndonos Nación. Siempre con una presencia discreta y silenciosa. En la
mirada de una imagen, una estampita o una medalla. Bajo el signo del rosario, sabemos que no
vamos solos, que Ella nos acompaña.
Y
¿Por qué? Porque María quiso estar en medio de su Pueblo, con sus hijos, con su
familia. Siguiendo siempre a Jesús, desde la muchedumbre. Como buena madre no abandonó a los suyos, sino por el contrario, siempre se metió en donde un hijo pudiera
estar necesitando de ella. Tan solo, porque es Madre.
Una
Madre que aprendió a escuchar y a vivir en medio de tantas dificultades de
aquel: «No temas, el Señor está contigo» (cf. Lc 1,30).
Una madre que continúa diciéndonos: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5).
Es su invitación constante y continua:
«Hagan lo que Él les diga». No tiene un programa propio, no viene a
decirnos nada nuevo, más bien le gusta estar callada, tan
solo su fe acompaña nuestra fe.
Y
ustedes lo saben, han hecho experiencia de esto que estamos compartiendo. Todos
ustedes, tienen la memoria viva de un Pueblo que ha
hecho carne estas palabras del Evangelio.
Quisiera
referirme de modo especial a ustedes mujeres
y madres, que tienen la memoria y la genética de aquellas que
reconstruyeron la vida, la fe, la dignidad de su Pueblo. Junto a María, han vivido situaciones muy difíciles,
que desde una lógica común sería contraria a toda fe. Ustedes al contrario, impulsadas y sostenidas por la Virgen,
siguieron creyentes, inclusive «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18).
Cuando
todo parecía derrumbarse, junto a María se decían: No temamos, el Señor está
con nosotras, está con nuestro Pueblo, con nuestras familias, hagamos lo que Él
nos diga. Y allí encontraron ayer y encuentran hoy la fuerza para no dejar que
esta tierra se desmadre. Dios bendiga ese tesón, Dios bendiga y aliente su fe,
Dios bendiga siempre a la mujer.
Como Pueblo, hemos venido a esta nuestra casa, a
escuchar una vez más, esas palabras que tanto bien nos hacen: «Alégrate, el
Señor está contigo». Es una llamada a no perder la memoria, a no perder las
raíces, como pueblo creyente. Una fe que se ha hecho vida, una vida que se ha
hecho esperanza y una esperanza que las
lleva a primerear en la caridad.
Sí,
al igual que Jesús, sigan primereando en el amor. Sean ustedes los portadores
de esta fe, de esta vida, de esta esperanza, como forjadores de este hoy y
mañana.
Volviendo a mirar la imagen de María
los invito a decir juntos: «es tu pueblo, Virgen pura, que te
da su amor y fe».
Ruega
por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las
promesas y gracias de nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Fernando
Que recorramos este Adviento de la mano de María
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