Se
han vuelto a poner de moda los programas de televisión de cambios de estilo. En
ellos, personas que quieren un “cambio” se presentan sin recursos,
emocionalmente inestables, “desnudos" ante situaciones que no saben
gestionar: una imagen para un trabajo, crisis que les han dejado sin medios,
etc. Los estilistas les aconsejan, les visten con un nuevo look y a la vez
parecen acompañarles en lo que será una nueva etapa de su vida.
La situación es cómica,
el estilista comenta con desfachatez su estilo, a la vez que intenta sacarle lo
más íntimo y profundo que le lleva a la televisión. Hay mucha superficialidad,
emotividad y acogida barata.
La desnudez se presenta
de muchas maneras, por supuesto que no podemos olvidar a quienes necesitan de
nuestra ayuda para vestir con dignidad. Hay momentos donde el vestido se
convierte en una urgencia.
Dice Marko Rupnik sj que
“el vestido tiene que ver con la identidad más profunda de la persona. Tan es
así que la desnudez es la pérdida de esa identidad y expresa su cercanía a la
muerte”. Entonces, lo de vestir al desnudo ya no es solamente dar nuestra ropa
pasada de moda a Cáritas, sino que se convierte en la obra de ayudar a
recuperar la intimidad y la profundidad de la persona, crear espacios,
situaciones, relaciones que colaboren en la rehabilitación del que ha perdido
sus rasgos más íntimos.
Vestir al desnudo exige
un profundo respeto, pues no se trata de imponer mis gustos o mi visión de la
vida. Se trata de acompañar a quien necesita restaurar su humanidad, lo mejor
de su modo de proceder y de situarse ante la vida; es ofrecer abrigo al que
siente frío para que no bajen sus defensas. Vestir al desnudo no es hacer de
estilista que crea algo nuevo, que experimenta con colores, tejidos y peinados,
sino ayudar a descubrir o redescubrir el fin para el que ha sido creado, a
vivir vidas con sentido y horizonte, a ver lo que Dios nos ha dado para que
nuestra vida vaya a más.
David Ortiz
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