En un mundo dividido, fragmentado, polarizado,
comunicar con misericordia significa contribuir a
la buena, libre y solidaria cercanía entre los hijos de Dios y los hermanos
en humanidad. También la Iglesia, unida a Cristo, encarnación viva de Dios Misericordioso,
está llamada a vivir la misericordia como rasgo distintivo
de todo su ser y actuar.
El amor, por su naturaleza, es comunicación, lleva
a la apertura, no al aislamiento. Y si nuestro corazón y
nuestros gestos están animados por la caridad, por el amor divino, nuestra
comunicación será portadora de la fuerza de Dios.
Los
bautizados están llamados a comunicar con todos, sin exclusión.
Para ello, la Iglesia utiliza la misericordia, con la que puede tocar el corazón de las personas y sostenerlas en el
camino hacia la plenitud de la vida.
En definitiva, se trata de acoger en nosotros y de difundir a nuestro alrededor el calor
de la Iglesia Madre, de modo que Jesús sea conocido y amado,
ese calor que da contenido a las palabras
de la fe y que
enciende, en la predicación y en el testimonio, la ‘chispa’ que los hace vivos.
La
comunicación tiene el poder de crear puentes, de
favorecer el encuentro y la inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad, tanto
en el mundo físico como en el digital. Así que, las palabras y las acciones han
de ser apropiadas para ayudarnos a salir
de los círculos viciosos de las condenas y las venganzas, que
siguen enmarañando a individuos y naciones, y que llevan a expresarse con
mensajes de odio.
El cristiano, con su palabra, se propone
hacer crecer la comunión,
incluso cuando debe condenar con firmeza el mal, ya que trata de no romper nunca
la relación y la comunicación.
Invito a todos a descubrir, en la
comunicación, el poder de la misericordia de sanar las relaciones dañadas
y de volver a llevar paz y armonía a las familias y a las comunidades. Todos
sabemos en qué modo las viejas heridas y los resentimientos que arrastramos
pueden atrapar a las personas e impedirles comunicarse y reconciliarse, al
igual que sucede en las relaciones entre los pueblos.
En todos estos casos, la misericordia es capaz de activar un
nuevo modo de hablar y dialogar, como tan elocuentemente expresó
Shakespeare: La misericordia no es obligatoria, cae como la dulce lluvia del cielo sobre la tierra que está bajo ella. Es una doble bendición:
bendice al que la concede y al que la
recibe.
También el lenguaje de la política y la diplomacia ha de inspirar
misericordia. Hago un llamamiento, sobre todo, a cuantos tienen
responsabilidades institucionales, políticas y de formar la opinión pública, a
que estén siempre atentos al modo de expresase cuando se refieren a quien piensa o actúa de forma distinta, o
a quienes han cometido errores.
Se
necesita, sin embargo, valentía para orientar a las personas hacia procesos de reconciliación. ¡Cómo
desearía que nuestro modo de comunicar, y también nuestro servicio de pastores
de la Iglesia, nunca expresara el orgullo
soberbio del triunfo sobre
el enemigo, ni humillara a quienes la mentalidad del mundo considera perdedores
y material de desecho. Nosotros podemos y debemos juzgar situaciones de pecado
–violencia, corrupción, explotación, etc.–, pero no podemos juzgar a las personas, porque sólo Dios puede leer
en profundidad sus corazones. Nuestra tarea es amonestar a
quien se equivoca, denunciando la maldad y la
injusticia de
ciertos comportamientos, con el fin de liberar a las víctimas y de levantar al
caído. Las palabras de Jesucristo en el Evangelio de San Juan “La verdad os
hará libres”, son dulce misericordia y el modelo para nuestro modo de anunciar
la verdad y condenar la injusticia.
Nuestra primordial tarea es afirmar la
verdad con amor, puesto que sólo
palabras pronunciadas con amor y acompañadas de mansedumbre y misericordia, tocan los corazones
de quienes somos pecadores. Y, al contrario, palabras y gestos duros, y
moralistas, corren el riesgo de hundir más a quienes querríamos conducir
a la conversión y
a la libertad, reforzando su sentido de negación y de defensa.
Es fundamental escuchar. Comunicar significa compartir, y para compartir se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más
que oír. Oír hace referencia al ámbito de la información; escuchar, sin
embargo, evoca la comunicación, y necesita cercanía. Aunque reconozcamos que escuchar nunca es fácil. A veces, es más cómodo fingir
ser sordos.
Escuchar
significa prestar atención, tener deseo de comprender,
de valorar, respetar, custodiar la palabra del otro, y, al hacerlo, se origina una especie de martirio,
un sacrificio de sí mismo en el que se renueva el gesto realizado por Moisés
ante la zarza ardiente: quitarse las sandalias en el ‘terreno sagrado’ del encuentro
con el otro que me habla.
Estemos atentos a las nuevas formas de comunicación como son los correos
electrónicos, los mensajes de texto, las redes sociales, los
foros. Pensemos que no es la tecnología la que determina si la comunicación es auténtica o no, sino el
corazón del hombre y su capacidad para usar bien los medios a su
disposición. Las redes sociales son
capaces de favorecer las relaciones y de
promover el bien de la sociedad, pero también pueden conducir a
una ulterior polarización y división entre las personas y los grupos.
El entorno digital es como una plaza, un lugar
de encuentro, donde se puede acariciar o herir, tener una
provechosa discusión o un linchamiento moral. El acceso a
las redes digitales lleva consigo una responsabilidad
por el otro, que no vemos, pero que es real; tiene una dignidad
que debe ser respetada. La red puede ser bien utilizada para hacer crecer una
sociedad sana y abierta a la puesta en común.
La proximidad que se produce en el encuentro
entre comunicación y misericordia genera el … que se
hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra.
Fernando
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