La
enfermedad, especialmente aquella grave,
pone siempre en crisis la existencia humana y trae consigo interrogantes que
excavan en lo íntimo. El primer momento a veces puede ser de rebelión: ¿Por
qué me ha sucedido justo a mí? Se puede entrar en desesperación, pensar que
todo está perdido y que ya nada tiene sentido.
En
estas situaciones, por un lado, la fe en
Dios es puesta a prueba, pero al
mismo tiempo revela toda su potencialidad positiva. No porque la fe haga
desaparecer la enfermedad, el dolor, o los interrogantes que derivan de ello;
sino porque ofrece una clave con la cual podemos descubrir el sentido más
profundo de lo que estamos viviendo; una clave que nos ayuda a ver de
qué modo la enfermedad puede ser el camino para llegar a una cercanía más
estrecha con Jesús, que camina a nuestro lado, cargando la Cruz. Y esta clave nos la proporciona su Madre,
María, experta de este camino.
El
banquete de bodas de Caná es un
icono de la Iglesia:
en el centro está Jesús misericordioso
que realiza la señal; a su alrededor están los discípulos, las primicias de la
nueva comunidad; y cerca está María,
Madre previdente y orante. María
participa en el gozo de la gente común y contribuye a aumentarla; intercede
ante su Hijo por el bien de los esposos y de todos los invitados. Y Jesús no rechazó la petición de su Madre.
¡Cuánta
esperanza en este acontecimiento
para todos nosotros! Tenemos una Madre que tiene sus ojos atentos y buenos,
como su Hijo; su corazón materno está lleno de misericordia, como Él; las manos
que quieren ayudar, como las manos de Jesús que partían el pan para quien
estaba con hambre, que tocaban a los enfermos y les curaba. Esto nos llena de
confianza y hace que nos abramos a la gracia y a la misericordia de Cristo.
La
petición de María, durante el
banquete nupcial, sugerida por el Espíritu Santo a su corazón materno, hizo
surgir no sólo el poder mesiánico de Jesús, sino también su misericordia.
En la solicitud de María
se refleja la ternura de Dios, y esa misma ternura se hace presente en
la vida de muchas
personas que se encuentran al lado de los enfermos y saben captar sus
necesidades, aún las más imperceptibles, porque miran con ojos llenos de amor.
¡Cuántas
veces vemos a una madre a la cabecera de su hijo enfermo, o, a un hijo que se
ocupa de su padre anciano, o, a un nieto que está cerca del abuelo o de la
abuela,… y, ponen su invocación en las manos de la Virgen! Pidamos a Jesús
misericordioso, a través de la intercesión de María, Madre suya y nuestra, que nos
conceda a todos nosotros esta disponibilidad al servicio de los necesitados, y
concretamente, de nuestros hermanos y de nuestras hermanas enfermas.
A
veces este servicio puede resultar fatigoso, pesado, pero estamos seguros que
el Señor no dejará de transformar nuestro esfuerzo humano en algo divino.
También nosotros podemos ser manos, brazos, corazones que ayudan a Dios a
realizar sus prodigios, con frecuencia escondidos.
Deseo
que, en el marco de este Año de la Misericordia, cada hospital o cada
estructura de sanación sea signo visible, y, lugar para promover la cultura del
encuentro y de la paz, donde la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento,
así como también la ayuda profesional y fraterna, contribuyan a superar todo
límite y toda división.
Confiemos
a la intercesión de la Virgen las ansias y las tribulaciones, junto con los
gozos y las consolaciones, y dirijamos a ella nuestra oración, a fin de que
vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos, especialmente en los momentos de
dolor, y nos haga dignos de contemplar, hoy y por siempre, el Rostro de la
misericordia, a su Hijo Jesús. Muchas gracias.
Fernando
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