lunes, 6 de febrero de 2017

Papa Francisco y la Familia: Ante la venida de Dios


       
San Pablo, en Gálatas 4.4., leemos: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer».
      ¿Qué significa lo de que Jesús nació en la «plenitud de los tiempos»?   
             La plenitud de los tiempos no se define desde una perspectiva geopolítica o histórica, porque para los contemporáneos de Jesús, ese no era el mejor momento, ya que Israel había sido conquistado por el Imperio Romano y el pueblo elegido carecía de libertad.
            Se necesita, pues, otra interpretación, que entienda la plenitud desde el punto de vista de Dios. Para la humanidad, la plenitud de los tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado la hora de cumplir la promesa que había hecho. Por tanto, no es la historia la que decide el nacimiento de Cristo; es más bien su venida a este mundo la que permite a la historia alcanzar su plenitud. Por esta razón, el nacimiento del Hijo de Dios señala el comienzo de una nueva era en la que se cumple la antigua promesa. Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa» (1,1-3). La plenitud de los tiempos es, pues, la presencia en nuestra historia del mismo Dios en persona. Ahora podemos ver su gloria que resplandece en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su Verbo que se ha hecho «pequeño» en un niño. Gracias a Él, nuestro tiempo encuentra su plenitud.
            Sin embargo, este misterio contrasta siempre con la dramática experiencia histórica. Cada día, aunque deseamos vernos sostenidos por los signos de la presencia de Dios, nos encontramos con signos opuestos, negativos, que nos hacen creer que está ausente. La plenitud de los tiempos parece desmoronarse ante la multitud de formas de injusticia y de violencia que hieren cada día a la humanidad.
A veces nos preguntamos: ¿Cómo es posible que perdure la opresión del hombre contra el hombre, que la arrogancia del más fuerte continúe humillando al más débil, arrinconándolo en los márgenes más miserables de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la maldad humana seguirá sembrando la tierra de violencia y odio, que provocan tantas víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser éste un tiempo de plenitud, si ante nuestros ojos, muchos hombres, mujeres y niños siguen huyendo de la guerra, del hambre, de la persecución, dispuestos a arriesgar su vida con tal de que se respeten sus derechos fundamentales? Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiempos realizada por Cristo.
            Y, sin embargo, este río en crecida, nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar para vencer la indiferencia que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el compartir. La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja a cooperar con Él en la construcción de un mundo más justo y fraterno, en el que todas las personas y todas las criaturas puedan vivir en paz, en la armonía de la creación originaria de Dios.
            Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar la Maternidad de María como icono de la paz. La promesa antigua se cumple en su persona. Ella ha creído en las palabras del ángel, ha concebido al Hijo, se ha convertido en la Madre del Señor. A través de ella, a través de su «sí», ha llegado la plenitud de los tiempos. Leemos en el Evangelio: «Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Ella se nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de la Sabiduría, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su enseñanza.  Captemos el sentido de los acontecimientos que nos afectan a nosotros, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero.  
            Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por haber creído en él. Llena de fe has concebido a Jesús antes en tu corazón que en tu seno, para hacerte Madre de todos los creyentes (cf. San Agustín, Sermón 215, 4). Derrama sobre nosotros tu bendición; muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que derrama sobre todo el mundo su misericordia y su paz.

                                                                                  Fernando

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