El mensaje que transmite “El Cristo crucificado”, de Velázquez (Museo del Prado) es inimaginable. Es casi un pecado cultural no ver, meditar y disfrutar una pintura tan impactante.
Este Cristo no parece estar muerto. La muerte está fuera de él, en el fondo negro de un cuadro en el que no hay paisajes ni figuras. No hay ángeles, ni símbolos de nada ni de nadie. La única compañera en este trance final es la tiniebla.
Por la serenidad y el misterio que evoca ha sido este lienzo punto de partida de muchas meditaciones literarias.
El contraste entre luz y oscuridad, entre la blancura del cuerpo y la negrura del fondo impresionó a Miguel de Unamuno “¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío? ¿Por qué cae sobre tu frente ese velo de cerrada noche de tu abundosa cabellera negra de nazareno?”
Dice de él José María Gabriel y Galán, «el dulcísimo Mártir / clavado en el leño/ con su frente de Dios dolorida/ con sus ojos de Dios entreabiertos/ con sus labios de Dios amargados/ con su boca de Dios sin aliento...».
Al eliminarse cualquier referencia espacial, se acentúa la sensación de soledad, silencio y reposo, frente a la idea de tormento de la Pasión. Los dedos se recogen sobre la palma de la mano, como queriendo abrazar el clavo en un gesto de sumisión a la vez que de perdón. Cada miembro del cuerpo crucificado respira vida, espíritu, aliento.
En el cuadro no hay flacidez ni contorsión de miembros. Hay abandono divino en los brazos del Padre.
Este Cristo es la Luz, antorcha que ardiendo nos alumbra, luz que esclarece en el mundo a los mortales. Es luz de amanecer, de vida. La cruz es como el lecho en el que reposa el cuerpo fatigado por los dolores sufridos, antes de levantarse para una vida nueva.
Cristo vive en absoluta soledad la negra muerte del mundo, que lo envuelve en busca de presa. ¡Sólo la negrura del mundo! ¡Sólo la luz de un muerto que vive!.
La cortina de su pelo, que oculta parcialmente el rostro, vela y desvela el misterio de Dios, imposible de mostrar con el pincel. Algo se entrevé del misterio por esa luz de eternidad, que, en su fugacidad, serenamente brilla y enardece.
León Felipe destaca que por el resquicio en la melena entra la imaginación y sirve de trasluz a la divinidad. Esa melena, que cae remite al misterio, a algo trascendente y sublime. Por entre la celosía de sus cabellos la pobre luz humana contacta la infinita Luz y de ella se contagia.
A mí me ha contagiado y he querido compartirlo contigo.
Alejandro Córdoba
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