El Señor Jesús prometió a sus discípulos que
nunca los dejaría solos: que estaría cerca de ellos en cualquier
momento de la vida mediante
el envío del Espíritu Paráclito (cf. Jn 14,26), para ayudarlos, sostenerlos y
consolarlos.
En
los momentos de tristeza, en el
sufrimiento de la enfermedad, en la angustia de la persecución y en el dolor
por la muerte de un ser querido, todo el mundo busca una palabra de consuelo.
Sentimos una gran necesidad de que alguien esté cerca y sienta compasión de
nosotros. Experimentamos lo que significa estar desorientados, confundidos,
golpeados en lo más íntimo, como nunca nos hubiéramos imaginado. Miramos a
nuestro alrededor con ojos vacilantes, buscando encontrar a alguien que pueda
realmente entender nuestro dolor. La mente se llena de preguntas, pero las respuestas no llegan. La razón por
sí sola no es capaz de iluminar nuestro interior, de comprender el dolor que
experimentamos y dar la respuesta que esperamos. En esos momentos es cuando más
necesitamos las razones del corazón, las únicas que pueden ayudarnos a entender
el misterio que envuelve nuestra soledad.
Vemos
cuánta tristeza hay en muchos de los
rostros que encontramos. Cuántas lágrimas se derraman a cada momento en el
mundo; cada una distinta de las otras; y juntas forman como un océano de
desolación, que implora piedad, compasión, consuelo. Las más amargas son las
provocadas por la maldad humana: las lágrimas de aquel a quien le han
arrebatado violentamente a un ser querido; lágrimas de abuelos, de madres y
padres, de niños... Hay ojos que a menudo se quedan mirando fijos la puesta del
sol y que apenas consiguen ver el alba de un nuevo día. Tenemos necesidad de la misericordia, del consuelo que viene del Señor.
Todos lo necesitamos; es nuestra pobreza, pero también nuestra grandeza:
invocar el consuelo de Dios, que con su ternura viene a secar las lágrimas de
nuestros ojos..
En
este sufrimiento nuestro no estamos
solos. También Jesús sabe lo que significa llorar por la pérdida de un ser
querido. Es una de las páginas más conmovedoras del Evangelio: cuando Jesús,
viendo llorar a María por la muerte de su hermano Lázaro, ni siquiera él fue
capaz de contener las lágrimas. Experimentó una profunda conmoción y rompió a
llorar (cf. Jn 11,33-35). El evangelista Juan, con esta descripción, muestra
cómo Jesús se une al dolor de sus amigos
compartiendo su desconsuelo. Las lágrimas de Jesús han desconcertado a
muchos teólogos a lo largo de los siglos, pero sobre todo han lavado a muchas
almas, han aliviado muchas heridas. Jesús también experimentó en su persona el
miedo al sufrimiento y a la muerte, la desilusión y el desconsuelo por la
traición de Judas y Pedro, el dolor por la muerte de su amigo Lázaro. Jesús «no
abandona a los que ama» (Agustín, In Joh 49,5).
Si
Dios ha llorado, también yo puedo llorar sabiendo que se me comprende. El llanto de Jesús es el antídoto contra la
indiferencia ante el sufrimiento de mis hermanos. Ese llanto enseña a
sentir como propio el dolor de los demás, a hacerme partícipe del sufrimiento y
las dificultades de las personas que viven en las situaciones más dolorosas. Me
provoca para que sienta la tristeza y desesperación de aquellos a los que les
han arrebatado incluso el cuerpo de sus seres queridos, y no tienen ya ni
siquiera un lugar donde encontrar consuelo. El llanto de Jesús no puede quedar
sin respuesta de parte del que cree en Él. Como
Él consuela, también nosotros estamos llamados a consolar.
En
el momento del desconcierto, de la conmoción y del llanto, brota en el corazón
de Cristo la oración al Padre. La
oración es la verdadera medicina para nuestro sufrimiento. También
nosotros, en la oración, podemos sentir la presencia de Dios a nuestro lado. La
ternura de su mirada nos consuela, la fuerza de su palabra nos sostiene,
infundiendo esperanza. Jesús, junto a la tumba de Lázaro, oró: « Padre, te doy
gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn
11,41-42). Necesitamos esta certeza: el
Padre nos escucha y viene en nuestra ayuda.
El
amor de Dios derramado en nuestros corazones nos permite afirmar que, cuando se
ama, nada ni nadie nos apartará de las personas que hemos amado. Lo recuerda el
apóstol Pablo con palabras de gran consuelo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación?, ¿la
angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la
espada? […] Pero en todo esto vencemos de sobra, gracias a Aquél que nos ha
amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni
principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad,
ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en
Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,35.37-39).
El poder del amor transforma el sufrimiento en la certeza de la victoria de
Cristo, y de la nuestra con él, y en la esperanza de que un día estaremos
juntos de nuevo y contemplaremos para siempre el rostro de la Santa Trinidad,
fuente eterna de la vida y del amor.
Al lado de cada cruz siempre está la Madre de
Jesús. Con su manto, Ella enjuga nuestras lágrimas. Con su mano nos
ayuda a levantarnos y nos acompaña en el camino de la esperanza. Fernando
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