Uno
de los aspectos de la misión del Espíritu Santo es ayudar a recordar las
palabras de Jesús para ponerlas en práctica. Por eso, cuando ustedes leen todos
los días – como les he aconsejado – un pasaje del Evangelio, han de pedir al
Espíritu Santo: ‘Que yo entienda y que yo recuerde estas palabras de Jesús’. Y
luego se lee el pasaje, todos los días… Pero antes aquella oración al Espíritu,
que está en nuestro corazón: ‘Que yo recuerde y que yo entienda’.
El
Evangelio que nos vuelve a llevar al Cenáculo, donde Jesús, antes de padecer su
Pasión y muerte en la Cruz, promete a
los Apóstoles el don del Espíritu Santo, que tendrá la tarea de enseñar y
de recordar sus palabras a la comunidad de los discípulos: ‘El Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les
recordará lo que les he dicho’. Enseñar y recordar. Y esto es aquello que hace
el Espíritu Santo en nuestros corazones.
En
el momento en el que está cerca de regresar al Padre, Jesús preanuncia la
venida del Espíritu que ante todo enseñará a los discípulos a comprender cada
vez más plenamente el Evangelio, a acogerlo en su existencia y a hacerlo vivo y
operante con el testimonio.
Jesús
está próximo a confiar a los Apóstoles -que justamente quiere decir ‘enviados’-
la misión de llevar el anuncio del Evangelio por todo el mundo, y les promete
que no se quedarán solos: el Espíritu Santo, el Paráclito, estará con
ellos, a su lado, es más, estará en ellos, para defenderlos y sostenerlos.
Jesús regresa al Padre pero continúa acompañando y enseñando a sus discípulos
mediante el don del Espíritu Santo.
El
segundo aspecto de la misión del Espíritu Santo consiste en el ayudar a los Apóstoles a recordar las
palabras de Jesús. El Espíritu tiene la tarea de despertar la memoria,
recordar las palabras de Jesús. El divino Maestro ha comunicado ya todo aquello
que pretendía confiar a los Apóstoles: con Él, Verbo encarnado, la revelación
es completa.
El
Espíritu hará recordar las enseñanzas de Jesús en las diversas circunstancias
concretas de la vida, para poderlas poner en práctica. Es precisamente lo que
sucede todavía hoy en la Iglesia, guiada por la luz y la fuerza del Espíritu
Santo, para que pueda llevar, a todos,
el don de la salvación, o sea el amor y la misericordia de Dios.
¡No estamos solos!:
Jesús está cerca de nosotros, en medio de nosotros, dentro de nosotros, y así
ocurre, en la historia, mediante el don del Espíritu Santo, por medio del cual
es posible instaurar una relación viva con Él, el Crucificado Resucitado.
El
Espíritu, difundido en nosotros con los sacramentos del
Bautismo y de la Confirmación, actúa en nuestra vida. Él nos guía en la
forma de pensar, de actuar, de distinguir qué cosa es buena y qué cosa es mala;
nos ayuda a practicar la caridad de Jesús, su donarse a los demás, especialmente
a los más necesitados.
¡No
estamos solos! Y la señal de la presencia del Espíritu Santo es también la paz que Jesús dona a sus discípulos:
‘Les doy mi paz’.
La
paz de Jesús es diferente de aquella que los hombres se desean e intentan
realizar. La paz de Jesús brota de la
victoria sobre el pecado, sobre el egoísmo que nos impide amarnos como
hermanos. Es don de Dios y señal de su presencia. Todo discípulo, llamado hoy a
seguir a Jesús cargando la cruz, recibe en sí la paz del Crucificado Resucitado
en la seguridad de su victoria y en la espera de su definitiva venida.
Pido
a la Virgen María que nos ayude a acoger con docilidad el Espíritu Santo como
Maestro interior y como Memoria viva de Cristo en el camino cotidiano. Fernando
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