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Un océano y dos mares, desde tres playas
diferentes. Las playas, colocadas en dos países distintos. Simples escenarios
puntuales en mi escueta vida como jesuita. Y siempre, contemplando,
completamente atónito. Como embobado. Tanta agua, ¡tantísima agua! Y toda ella
sobre un fondo, marino -anchísimo y espacioso-, que la acoge y la acuna. Cada
gota es mar, sin exclusión. Grandioso y trepidante, tan fascinante como
inabarcable. Pero todo el mar no lo veo, pues el horizonte se empeña en limitar
mi mirar, mi mirar el mar. Pero todo cuanto diviso -que es poco en realidad-
provoca de nuevo, y sistemáticamente, la misma curiosidad: “¿Qué encierras,
mar, que no lo cuentas?” Como respuesta, la confirmación de una convicción: “El
mar guarda un secreto inconfesable”. Y más: “Aunque deseara transmitirlo, no
sabría yo interpretarlo”.
Y de ese “yo”
participa lo humano, simplemente por no ser sólo (una) gota. Sin embargo, no
hay incomunicación: hay marea. ¡Existen las mareas!, y el mar recurre a ellas
para contactar con las mujeres y los hombres de sus playas y calas. La marea
sube y baja, las olas vienen y van. Resulta que la tempestad precede a la
calma, que la calma preocupa cuando es “chicha” y que con oleaje se disfruta
más. La vida del mar me comunica la vida de Dios. Un Dios de Vida, con más
fondo que superficie. Toca mojarse, para después remojarse. Bucear en los
compromisos, navegar sobre las decisiones. Otear las opciones, surfear los
imprevistos…
Pero, antes de adentrarse
completamente… ¡la marea!. La marea marca el límite entre el mar y la tierra.
Pero es límite inestable y dinámico, algo travieso. Continuamente va cambiando.
Cuando baja la marea, el agua se aleja. Se retrae el mar y la arena permanece
seca. Entonces, el hombre percibe a Dios distanciado pero, en realidad, está
muy cerca. Apenas unos pocos metros, o quizá unos pocos más. Basta aproximarse
y, de nuevo, ya otra vez en el mar. Pero otras veces, la marea sube y el agua
llega. La ola se desparrama con generosidad y su arena se humedece. Inundado
queda cada diminuto grano. Regresa Dios al hombre sin haberse ido nunca. Nunca
antes Dios y Su hombre tan juntos. Nunca mejor el hombre y su Dios en contacto.
Y no por ello menos inestable. Y no por ello estático.
Así las mociones,
con su colección de motivaciones e intenciones. Semejante es el recorrido
espiritual, tanto en los tramos aparentemente secos de Dios como en las huellas
estampadas claramente en su humedad. Y es que Dios moja… ¡pero no ahoga!
Considera el mar. Vive tu porción de playa. Sé su arena. Porque Dios no marea,
sino que… ¡también puede ser marea! Y, precisamente así, fluye Dios. Y te
(in)fluye.
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Alberto Fernández del Palacio, sj
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