En nuestros días, con motivo de los
progresos científicos y técnicos, las posibilidades de curación física han
aumentado notablemente; y, sin embargo, en algunos aspectos parece disminuir la
capacidad de «hacerse cargo» de la persona, sobre todo cuando sufre, es frágil
e indefensa.
La atención a la vida humana, sobre todo cuando se
encuentra en especiales dificultades, es decir, la del enfermo, el anciano, el
niño, implica profundamente a la Iglesia y su misión. Por ello, la Iglesia se
siente llamada a participar en el debate que tiene por objeto la vida humana,
presentando la propia propuesta fundada en el Evangelio. Desde muchos aspectos,
la llamada calidad de vida está vinculada preferentemente a las posibilidades
económicas, al «bienestar», a la belleza y al deleite de la vida física,
olvidando otras dimensiones más profundas de la existencia como son las relacionales,
espirituales y religiosas.
A la luz de la fe y de la recta razón, la vida humana es
siempre sagrada y siempre «de calidad». No existe una vida humana más sagrada
que otra: toda vida humana es siempre sagrada, válida e inviolable, y como tal
se debe amar, defender y atender. Como tampoco existe una vida humana
cualitativamente más significativa que otra, por disponer de mayores medios,
derechos y oportunidades económicas y sociales.
Hoy, el pensamiento dominante propone a veces una «falsa
compasión»: por ejemplo: dicen que es una ayuda para la mujer es favorecer el
aborto, o bien, que un acto de dignidad es facilitar la eutanasia, lo mismo
que, una conquista científica es «producir» un hijo considerado como un derecho
en lugar de acogerlo como don; se llega
hasta usar vidas humanas como conejillos de laboratorio para salvar
posiblemente a otras...
La compasión evangélica, en cambio, es la que acompaña en
el momento de la necesidad, es decir, la del buen samaritano, que «ve», «tiene
compasión», se acerca y ofrece ayuda concreta (p.e. Lc 10, 33), y, tiene especial atención
hacia los ancianos, los enfermos y los discapacitados.
Por eso nos alienta a todos a ser «buenos samaritanos»,
teniendo especial atención hacia los ancianos, los enfermos y los
discapacitados. La fidelidad al Evangelio de la vida y al respeto de la misma
como don de Dios, a veces requiere opciones valientes y a contracorriente que,
en circunstancias especiales, pueden llegar a la objeción de conciencia, por
ejemplo, para los médicos.
Y a muchas consecuencias sociales que tal fidelidad
comporta: Tener hijos en
lugar de acogerlos como don… el jugar con la vida es un pecado contra el
Creador. Cuando muchas veces en mi vida de sacerdote escuché objeciones: «Pero,
dime, ¿por qué la Iglesia se opone al aborto, por ejemplo? ¿Es un problema
religioso?» —«No, no. No es un problema religioso». —«¿Es un problema
filosófico?» —«No, no es un problema filosófico». Es un problema científico,
porque allí hay una vida humana y no es lícito eliminar una vida humana para
resolver un problema. «Pero no, el pensamiento moderno...» —«Pero, oye, en el
pensamiento antiguo y en el pensamiento moderno, la palabra matar significa lo mismo». Lo mismo vale
para la eutanasia: todos sabemos que con muchos ancianos, en esta cultura del
descarte, se realiza esta eutanasia oculta. De hecho, parece que el hombre dice a Dios:
«No, el final de la vida lo decido yo, como yo quiero…
Tened amor a la vida, sirvámosla en su dignidad, sacralidad
e inviolabilidad.
Fernando
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