Hoy el Papa
nos presenta a Jesús, José y María: la Sagrada Familia, su casa, el largo
tiempo que pasaron juntos, su vida diaria...Nazaret.
“Dios eligió nacer en una familia humana, que
Él mismo formó. La formó en un poblado, perdido, de la periferia del Imperio
Romano: exactamente, en Nazaret. Pero… «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,
46). Puede que, hasta nosotros nos expresemos así, cuando oímos el nombre de
algún sitio periférico de una gran ciudad. Sin embargo, precisamente allí, en
esa periferia del gran Imperio, se inició la historia más santa: la de Jesús
entre los hombres. Y allí se encontraba esta familia.
Jesús
permaneció en esa periferia durante treinta años.
El evangelista
Lucas resume este período así: Jesús «estaba sujeto a ellos» [es decir, a María
y a José]. Y uno podría decir: «Pero este Dios que viene a salvarnos, ¿perdió
treinta años allí, en esa periferia de mala fama?». ¡Perdió treinta años! Él quiso esto. El camino de Jesús estaba en
esa familia. «Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba
creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»
(2, 51-52).
No se habla
de milagros o curaciones, ni de predicaciones —no hizo nada de ello en ese
período—, ni de multitudes que acudían a Él. En Nazaret todo parece suceder
“normalmente”, según las costumbres de una piadosa y trabajadora familia
israelita: se trabajaba, la mamá cocinaba, hacía todas las cosas de la casa,
planchaba las camisas… todas las cosas de mamá. El papá, carpintero, trabajaba,
enseñaba al hijo a trabajar. Treinta años.
«Pero… ¡qué desperdicio, padre!». Los caminos
de Dios son misteriosos. Lo que allí era importante era la familia. Y eso no
era un desperdicio. Eran grandes santos: María, la mujer más santa, y José, el
hombre más justo… La familia.
Ciertamente
que nos enterneceríamos con el relato acerca del modo en que Jesús adolescente
afrontaba las citas de la comunidad religiosa y los deberes de la vida social;
al conocer cómo, siendo joven obrero, trabajaba con José; y luego su modo de
participar en la escucha de las Escrituras, en la oración de los salmos y en
muchas otras costumbres de la vida cotidiana.
Los
Evangelios, en su sobriedad, no relatan nada acerca de la adolescencia de Jesús
y dejan esta tarea a nuestra afectuosa meditación. El arte, la literatura, la
música recorrieron esta senda de la imaginación. Ciertamente, no se nos hace
difícil imaginar cuánto podrían aprender las madres de las atenciones de María
hacia ese Hijo. Y cuánto los padres podrían obtener del ejemplo de José, hombre
justo, que dedicó su vida a sostener y defender al niño y a su esposa —su
familia— en los momentos difíciles. Por no decir cuánto podrían ser alentados
los jóvenes por Jesús adolescente en
comprender la necesidad y la belleza de cultivar su vocación más profunda, y de
soñar a lo grande.
Jesús cultivó
en esos treinta años su vocación para la cual lo envió el Padre. Y Jesús jamás,
en ese tiempo, se desalentó, sino que creció en valentía para seguir adelante
con su misión. Cada familia cristiana —como hicieron María y José—, ante todo,
puede acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo,
crecer con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio al Señor en nuestro
corazón y en nuestras jornadas. Así hicieron también María y José, y no fue
fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia
artificial, no era una familia irreal.
La familia de Nazaret nos compromete a
redescubrir la vocación y la misión de la familia, de cada familia: convertir
en algo normal el amor, y no el odio; convertir en algo común la ayuda mutua,
no la indiferencia o la enemistad. Esta es la gran misión de la familia: dejar
sitio a Jesús que viene, acoger a Jesús en la familia, en la persona de los
hijos, del marido, de la esposa, de los abuelos… Jesús está allí. Acogerlo
allí, para que Él crezca espiritualmente en esa familia”.
Fernando
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