Hemos venido desde
distintos lugares, para celebrar la presencia de vida, de Dios, entre nosotros. Salimos de nuestras casas para estar juntos en la Eucaristía, como
Pueblo Santo de Dios. La cruz del
altar, nos trae el recuerdo de cuantos han nacido, en el nombre de Jesús, en
estas tierras, de los que nosotros somos sus herederos.
En el Evangelio de “la multiplicación de los panes y los peces” se
nos describe una situación bastante similar a la que estamos viviendo ahora. Al
igual que aquellas cuatro mil personas, venimos a escuchar la Palabra de Jesús, y recibir su vida. Ellos ayer y
nosotros hoy, junto al Maestro, Pan de vida.
Siempre me ha conmovido ver a muchas madres cargando a sus hijos, en las
espaldas, … llevando sobre sí la vida, y el futuro de su gente; llevando
sus motivos de alegría, sus esperanzas; llevando la bendición de la tierra en
los frutos; llevando el trabajo realizado por sus manos: manos que han labrado
el presente y tejerán las ilusiones del mañana; pero también cargando sobre sus
hombros, desilusiones, tristezas y amarguras, la injusticia que parece no
detenerse y las cicatrices de una justicia no realizada; cargando sobre sí, el
gozo y el dolor de una tierra, como llevando sobre vosotras la memoria de
vuestro pueblo. Porque los pueblos tienen memoria, una memoria que pasa de
generación en generación, pues los pueblos tienen una memoria en camino. Es
también, memoria, hoy, que presentamos al Señor en el inicio de cada
Eucaristía.
No son pocas las veces que experimentamos
el cansancio de este camino. No son pocas las veces que nos faltan las
fuerzas para mantener viva la esperanza: cuántas veces vivimos situaciones que
pretenden anestesiarnos la memoria, y así, se debilita la esperanza, y se van
perdiendo los motivos de alegría. Entonces comienza a ganarnos una tristeza que
se vuelve individualista, que nos hace perder la memoria de pueblo amado, de
pueblo elegido. Y esa pérdida nos disgrega, hace que nos cerremos a los demás,
especialmente a los más pobres.
Nos puede suceder lo que a aquellos discípulos, cuando vieron aquella
cantidad de gente. Le piden a Jesús que los despida,… ¡mándalos a casa!, ya que
es imposible alimentar a tanta gente. Frente a tantas situaciones de hambre en
el mundo podemos decir: «Perdón. No nos dan los números, no nos cuadran las
cuentas». Nos es imposible enfrentarnos
a estas situaciones, y entonces, la desesperación termina ganándonos el
corazón.
En un corazón desesperado
es muy fácil que gane espacio la lógica que pretende imponerse en el mundo, en
todo el mundo, en nuestros días. Una lógica que busca transformar todo en
objeto de cambio, todo en objeto de
consumo, todo es negociable. Una lógica que pretende dejar espacio a muy
pocos, descartando a todos aquellos que no «producen», que no se los considera
aptos o dignos porque aparentemente «no nos dan los números».
Y Jesús una vez más vuelve a hablarnos y nos dice...: No, no, no es necesario excluirlos, no es
necesario que se vayan, denles ustedes de comer.Es una invitación que resuena
con fuerza, para nosotros, hoy: «No es necesario excluir a nadie, no es
necesario que nadie se vaya, basta de descartes, denles ustedes de comer». Jesús nos lo sigue diciendo.
La mirada de Jesús no acepta esa lógica, esa mirada que siempre
«corta el hilo» por el más débil, por el más necesitado. Al contrario, Él mismo
nos da el ejemplo, nos muestra el camino: con una actitud en tres palabras,
toma un poco de pan y unos peces, los bendice, los parte y entrega para que los
discípulos lo compartan con los demás. Y este es el camino del milagro.
Ciertamente no es magia o idolatría. Jesús, por medio de estas tres acciones
logra transformar una lógica del descarte, en una lógica de comunión, en una
lógica de comunidad, en una Eucaristía. Quisiera subrayar brevemente cada una
de estas acciones:
Toma: El punto de partida, es tomar muy en serio la vida de los suyos.
Los mira a los ojos y en ellos conoce su vivir, su sentir. Ve en esas miradas
lo que late, y lo que ha dejado de latir en la memoria y el corazón de su
pueblo. Lo considera y lo valora. Valoriza todo lo bueno que pueden aportar,
todo lo bueno desde donde se puede construir. Pero no habla de los objetos, o
de los bienes culturales, o de las ideas; sino habla de las personas. La riqueza más plena de una sociedad se
mide en la vida de su gente, se mide en sus ancianos que logran transmitir
su sabiduría y la memoria de su pueblo a los más pequeños. Jesús nunca se salta
la dignidad de nadie, por más apariencia de no tener nada para aportar y
compartir. Toma todo, como viene.
Bendice: Jesús toma sobre sí, y bendice al Padre que está en los cielos.
Sabe que estos dones son un regalo de Dios. Por eso, no los trata como «cualquier
cosa» ya que toda vida, toda esa vida, es fruto del amor misericordioso. Él lo
reconoce. Va más allá de la simple apariencia, y en este gesto de bendecir, de
alabar, pide a su Padre el don del Espíritu Santo. El bendecir tiene esa doble mirada, por un lado agradecer y por el otro
poder transformar. Es reconocer que la vida, siempre es un don, un regalo
que puesto en las manos de Dios, adquiere una fuerza de multiplicación. Nuestro
Padre no nos quita nada, todo lo multiplica.
Entrega: En Jesús, no existe un tomar que no sea una bendición, y no existe
una bendición que no sea una entrega. La bendición siempre es misión, tiene un
destino, compartir, el condividir de lo que se ha recibido, ya que sólo en la
entrega, en el com-par-tir es cuando las
personas encontramos la fuente de la alegría y la experiencia de salvación.
Una entrega que quiere reconstruir la memoria de pueblo Santo, de pueblo
invitado, a ser y a llevar por la alegría de la salvación. Las manos que Jesús
levanta, en la Eucaristía, para bendecir al Dios del cielo son las mismas que distribuyen el pan a la multitud que
tiene hambre. Podemos imaginar cómo iban pasando de mano en mano los panes y
los peces hasta llegar a los más alejados. Jesús, logra generar una corriente
entre los suyos, todos iban compartiendo
lo propio, convirtiéndolo en don para los demás y así fue como comieron
hasta saciarse, increíblemente sobró: lo recogieron en siete canastas. Una
memoria tomada, una memoria bendecida, una memoria entregada siempre sacia a un
pueblo.
La Eucaristía: Es el «Pan partido para la vida del mundo». Es Sacramento de
comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el
seguimiento y nos da la certeza de lo que tenemos, de lo que somos, si es
tomado, si es bendecido y si es entregado, con el poder de Dios, con el poder
de su amor, se convierte en pan de vida
para los demás.
Y la Iglesia celebra la
Eucaristía, celebra la memoria del Señor:
el sacrificio del Señor. Porque la iglesia es comunidad memoriosa. Por eso fiel
al mandato del Señor, dice una y otra vez: «Hagan esto en memoria mía» (Lc
22,19) Actualiza, hace real, generación tras generación, en los distintos rincones
de nuestra tierra, el misterio del Pan de Vida. Nos lo hace presente, nos lo
entrega. Jesús quiere que participemos
de su vida y, a través nuestro, se vaya multiplicando en nuestra sociedad.
No somos personas aisladas, separadas, sino somos el Pueblo de la memoria
actualizada y siempre entregada.
Una vida memoriosa necesita de los demás, del intercambio, del
encuentro, de una solidaridad real que sea capaz de entrar en la lógica del tomar, bendecir y entregar; en la lógica
del amor.
María, al igual que muchas madres llevó sobre sí la memoria de su
pueblo, la vida de su Hijo, y experimentó en sí misma la grandeza de Dios,
proclamando con júbilo que Él «colma de bienes a los hambrientos» (Lc 1,53), que ella sea hoy nuestro ejemplo para
confiar en la bondad del Señor que hace obras grandes con poca cosa, con la
humildad de sus siervos. Que así sea.
Fernando
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