En
el Evangelio de San Mateo (6, 1-4) nos permite descubrir un aspecto esencial de
la misericordia: la limosna. Puede parecer una cosa sencilla dar limosna, pero
debemos estar atentos a no vaciar este gesto del gran contenido que posee. En
efecto, el término “limosna”, deriva del
griego y significa precisamente “misericordia”.
La
limosna, pues, debería traer consigo toda la riqueza de la misericordia. Y como
la misericordia tiene mil caminos, mil modalidades, así la limosna se expresa
en tantos modos, para aliviar la dificultad de cuantos se encuentran en
necesidad.
El deber de la limosna es
antiguo en la Biblia.
El sacrificio y la limosna eran dos deberes de los cuales una persona religiosa
debía cumplir. Existen páginas importantes en el Antiguo Testamento, donde Dios
exige una atención particular por los pobres que, de tanto en tanto, eran los
que no poseían nada, los extranjeros, los huérfanos y las viudas.
Y en la Biblia este es un estribillo
continuo: el necesitado, la viuda, el extranjero, el forastero, el huérfano.
Es un estribillo. Porque Dios quiere que su pueblo mire a estos hermanos
nuestros. Pero, yo diré que están al centro del mensaje: alabar a Dios con el sacrificio y alabar a Dios con la limosna.
Junto a la obligación de recordarse de ellos, es dada también una indicación
preciosa: «Cuando le des algo, lo harás de buena gana» (Deut 15,10). Esto
significa que la caridad exige, sobre
todo, una actitud de alegría interior. Ofrecer
misericordia no puede ser un peso o un fastidio de la cual liberarse a prisa.
Cuánta
gente se justifica por no dar, diciendo:
“Éste a quien yo daré, irá a comprar vino para emborracharse”. ¡Pero, si él se
embriaga, es porque no tiene otro camino! Y tú, ¿qué cosa haces a escondidas,
cuando nadie ve? Y tú, ¿eres juez de aquel pobre hombre que te pide una moneda
para un vaso de vino? Me gusta recordar el episodio del viejo Tobías que,
después de haber recibido una gran suma de dinero, llamó a su hijo y lo
instruyó con estas palabras: «A todos los que practican la justicia. Da la
limosna de tus bienes y no lo hagas de mala gana. No apartes tu rostro del
pobre y el Señor no apartará su rostro de ti» (Tob 4,7-8). Son palabras muy
sabias que ayudan a entender el valor de la limosna.
Jesús,
como hemos escuchado, nos ha dejado una enseñanza insustituible al respecto.
Sobre todo, nos pide no dar limosna para ser alabados y admirados por los
hombres por nuestra generosidad: “Haz de
modo que tu mano derecha no sepa lo que hace tú izquierda”.
No
es la apariencia la que cuenta, sino la
capacidad de detenerse para mirar en la cara a la persona que pide ayuda.
Cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Yo soy capaz de detenerme y mirar en
la cara, mirar a los ojos, a la persona que me está pidiendo ayuda? ¿Soy capaz?
No
debemos identificar, pues, la limosna con la simple moneda ofrecida a prisa,
sin mirar a la persona y sin detenerse a hablar para comprender que cosa tienen
verdaderamente necesidad. Al mismo tiempo, debemos distinguir entre los pobres
y las diversas formas de mendicidad que no hacen justicia a los verdaderos
pobres. En conclusión, la limosna es un
gesto de amor que se dirige a cuantos encontramos; es un gesto de atención
sincera a quien se acerca a nosotros y pide nuestra ayuda, hecho en el secreto
donde sólo Dios ve y comprende el valor del acto realizado. Pero, dar limosna
también debe ser para nosotros una cosa que sea un sacrificio.
Recuerdo
a una mamá: tenía tres hijos; de seis, cinco y tres años, más o menos. Y
siempre enseñaba a sus hijos que se debía dar limosna a aquellas personas que
la pedían. Estaban almorzando; cada uno estaba comiendo un filete a la
milanesa, como se dice en mi tierra, “apanado”. Y tocan a la puerta, el mayor
va a abrir y regresa: “Mamá, hay un pobre que pide comer, ¿Qué hacemos?”. “¡Le
damos – los tres – le damos!”. “Bien: toma la mitad de tu filete, tú toma la
otra mitad, tú la otra mitad, y hacemos dos sándwiches”. “¡Ah no, mamá, no!”.
“¿Ah, no?”, tú, da de lo tuyo… Tú da de aquello que te cuesta.
Esto
es involucrarse con el pobre: yo me privo de algo mío para dártelo a ti.
Padres,
atentos. Eduquen a sus hijos en dar
limosna, en ser generosos con aquello que tienen.
Hagamos nuestras las palabras del apóstol Pablo: «De todas
las maneras posibles, les he mostrado que así, trabajando duramente, se debe
ayudar a los débiles, y que es preciso recordar las palabras del Señor Jesús: “La felicidad está más en dar que en
recibir”». (Hech 20,35; Cfr. 2 Cor 9,7). ¡Gracias!
Fernando
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