Día a día, y a lo largo de toda nuestra vida, vamos forjando las bases de la amistad. Descubrimos a diferentes personas, afines unas veces y más ajenas otras. Con ellas aprendemos a compartir, a confiar, a respetar y a querer.
Con esas personas experimentamos una relación personal desinteresada, basada en sentimientos recíprocos de comunicación, compañía, apoyo mutuo, comprensión o cariño. Una relación que nos ayuda a madurar, a forjar nuestra personalidad y nuestras relaciones sociales y con la que aprendemos que la amistad no se agradece sino que se corresponde.
Descubrimos, a través de esa relación, que la amistad verdadera, no es posesión ni pertenencia sino un ejercicio de dar y recibir, basado en la confianza en el otro, en la ayuda que nos presta, en la paz que nos transmite, en el enriquecimiento personal que experimentamos.
En el camino compartido con los amigos comprobamos que la amistad estimula el corazón, anima el alma, llena de vida y sentido lo que hacemos y con quien lo hacemos y nos proporciona bienestar.
No es necesario que el amigo sea perfecto, ni tampoco un clónico de nuestra manera de pensar y de comportarnos. Basta con que sea, simplemente, amigo.
La única manera de tener un amigo es serlo. Aceptarlo como es; honrarlo cuando esté presente; valorarlo cuando esté ausente y asistirlo cuando lo necesite. Pero, también, con la sensibilidad suficiente como para llevarle luz cuando lo vemos perdido o despistado; iluminándole sin deslumbrarle; dejándole que decida él pero sin callarnos lo que pensamos.
San Francisco de Asís resalta qué es lo que hay que buscar: "Me busqué a mí mismo, y no me encontré. Busqué a Dios, y se me escondió. Busqué al amigo y encontré a los tres"
Mi camino vital me ha permitido descubrir que la amistad es bella y gratificante y quiero agradecérselo a los amigos que lo han hecho posible.
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