Escuchar es uno de los artes más
difíciles que conozco. Aprender a escuchar bien exige paciencia y práctica; es
como leer y escribir: no se improvisa, se aprende a lo largo del tiempo. Es un
hábito que se cuida y desarrolla, una técnica que se pule y perfecciona.
Escuchar requiere liberar tiempos y crear hábitos: tiempos para desentrañar
significados y desmontar prejuicios; hábitos para hacer silencio y reflexionar
sobre lo escuchado.
En una ocasión le escuché decir a un
educador: “lo más difícil no es aprender algo nuevo, sino desaprender algo
antiguo.” Al escuchar le sucede algo similar: lo difícil no es oír, sino
vaciarse lo suficiente para que la palabra escuchada entre, resuene y permanezca.
Escuchar es un arte que implica todos los sentidos, no sólo los oídos: pide
atención a palabras, gestos, reacciones, omisiones y silencios. Pide saber
interpretar y leer entre líneas; pide meditar y digerir lo visto y oído.
Si muchas de nuestras conversaciones (y
de nuestros debates parlamentarios) nos suenan vacías y, a menudo, no conducen
a ninguna parte, ¿no será porque no nos ejercitamos para ser oyentes? Si los
niños tardan varios años para poder balbucir, torpes, sus primeras palabras, ¿por
qué los adultos –charlatanes y prepotentes–olvidamos tan pronto nuestros
humildes orígenes de oyentes, para lanzarnos a hablar sin escuchar?
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