Eso de que la esperanza es lo último que se pierde resulta difícil practicarlo cuando las cosas se ponen feas en nuestra vida o en la vida de los demás. Puede que al final de todo terminemos esperando, pero en el momento –la mayoría de las veces− la vemos negra y nos abraza un sentimiento de profunda tristeza. ¿Por qué la vida de los hombres parece a veces construida de modo tan cruel? ¿Por qué nuestra vida pasa por tantas pruebas y momentos difíciles? Son preguntas importantes y es bueno dirigirlas a Dios −ojo, dirigirlas a Él, no contra Él− exigiéndole una suerte mejor, un mundo mejor, molestándonos con Él porque nos deja solos o porque no hace nada; y no permitirnos conversar con Él para preguntarle cuál es nuestro papel en todo esto, para qué pasan estas cosas.
Muchas veces me preguntan si está mal ser cristiano y ponerse triste, bajonearse un poco. Yo digo que no. Porque aunque tengamos fe o seamos ateos, las preguntas sobre el sufrimiento en nuestra vida no tienen respuesta. Nunca sabremos por qué han sucedido así las cosas. “La vida del hombre y su destino —nos guste o no— se realiza entre nieblas”, como decía un amigo escritor, “y no hay fe que pueda dar explicaciones tranquilizadoras o lógicas. Tener fe es, en no pocas ocasiones, asumir ese riesgo de la ceguera y entrar simplemente en el amor «a pesar de todo». Un creyente tiene con frecuencia que coger la realidad con las dos manos y marchar cuesta arriba de sus oscuridades, con el mismo jadeante esfuerzo de los que no creen. Dios es amor, no morfina o silogismos matemáticamente explicables”. –terminaba diciendo−.
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