Siempre me han impresionado esos
teleoperadores que llaman a tu casa (normalmente a la hora de la siesta), para
ofrecerte un cambio de línea de teléfono. O los anuncios de la Teletienda, en
los que terminas creyendo que necesitas esa batamanta o la manguera que se
estira hasta el último rincón del jardín. Los teleoperadores son gente
insistente, que parecen creer en su producto y que venderían a su propia madre
para hacerte ver que esto es así (por mucho que intentes colgarles diciéndoles
que no te interesa). Y los anuncios están hechos de tal manera que llegan a
hacerte pensar cómo has podido vivir tanto tiempo sin un cacharro como ese.
Al lado de estas dos realidades, me
encuentro con que los cristianos (esos que decimos que con Jesús hemos
encontrado un tesoro en el campo...), hacemos un anuncio y una propaganda
tremendamente pobre de la que es la razón de nuestra vida. Muchas veces por
respeto a la libertad de la otra persona (que es necesario, no digo que no),
otras veces por vergüenza o prudencia… Lo cierto es que en ocasiones parece que
empezamos pidiendo perdón por lo que vamos a decir o aquello a lo que vamos a
invitar. Y eso por no hablar de nuestros anuncios, carteles y demás…
Y yo me pegunto ¿por qué el teleoperador
y la Teletienda son capaces de todo con tal de acaparar nuestra atención y
nosotros sin embargo parece que a veces quisiéramos justo lo contrario? La
respuesta es sencilla: al teleoperador o a la empresa que hace los anuncios, le
va la vida en ello. Crean o no en su producto, lo cierto es que si no venden
pueden perder el trabajo o arruinarse, y ahí se termina tanto su modo de vida
como el de su familia. Y los cristianos, la mayoría de las veces, nos
hemos acostumbrado a que nos digan que nuestro “producto” no les interesa y
puede que nos hayamos convertido en vendedores poco afectados por su
oficio.
Entonces ¿de qué se trata? ¿De ser
pesados hasta la saciedad y no dejar que se nos escape ni uno sin venir a la
catequesis o a la convivencia? ¿De hacer grandes campañas publicitarias para
llenar nuestras iglesias e instituciones de gente? Pues sinceramente creo que
no. Se trata de creernos que nuestro “producto” merece la pena, que tenemos de
verdad una Buena Noticia que compartir con los demás, y no que conducir un
barco del que todo el mundo parece estar saltando. De pensar que Jesús tiene
algo que decir a la gente hoy, en su realidad concreta y también a nosotros
mismos en la nuestra.
Creo que así, si que podríamos tener el
entusiasmo del vendedor, pero de una manera mucho más auténtica y coherente. De
hecho, al volver la vista atrás y recordar a las personas que me “vendieron” de
verdad este “producto”, no recuerdo palabras, sino este entusiasmo y esta Buena
Noticia que compartir de la que hablo.
Qué acertado, nos falta entusiasmo, creer que conocer a Jesús es lo más grande, que la fe es lo que nos hace plenos...y por eso pasamos o a lo sumo insinuamos que Jesús merece la pena, y nos quedamos eso tan poco. Hay que echarle ganas. Merece la pena. H y MN
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