Cuando
uno es pequeño y tiene la suerte de tener pueblo, el pueblo es lo más. Ir a él
supone correr, jugar, ir de un sitio a otro sin tener que dar muchas
explicaciones en casa, pues… es el pueblo. Todos te conocen y conoces a todos.
En la infancia, pueblo es sinónimo de fin de semana, vacaciones, libertad,
jugar, primos,… todo lo que la ciudad no te permite tener a mano y que cuando
estás en ella echas de menos.
Vas creciendo y al
llegar a la adolescencia y la juventud, los años de universidad… sigue siendo
importante, pero ya no es lo más. Sigues yendo, a veces con gusto… otras a
regañadientes. Sigue siendo tu pueblo, pero le han surgido competidores: la
ciudad y sus múltiples posibilidades, vacaciones con tus amigos, planes de
fines de semana, los estudios... No obstante, en algunas ocasiones especiales:
las fiestas en verano, alguna reunión familiar… el pueblo recupera todo su
protagonismo, ahí sigue con su río, la plaza y su fuente, los amigos de la
infancia.
Y casi sin darte cuenta,
los años van pasando, vas teniendo una cierta edad, tus padres se jubilan… y
comienzas a darte cuenta de lo importante que ha sido el pueblo en tu vida, y
de las ganas que tienes de volver a él. Un fin de semana, una celebración, una
fiesta, las vacaciones… cualquier excusa es buena para hacer una escapada; pues
el pueblo ahora es reposo, descanso; pero no solo eso, es tu gente, te habla de
tu vida, de tu historia y raíces… te permite tomar distancia del ajetreo de la
ciudad, valorar y disfrutar de lo verdaderamente importante.
Y así es Dios para mí,
tiene un poco de pueblo. Parafraseando al papa Francisco, Dios 'huele' algo a
pueblo. Como el pueblo, Dios siempre está para nosotros; vamos y venimos,
vivimos nuestra relación desde el entusiasmo, la distancia o la serenidad que
va dando el paso del tiempo. Los años pasan, pero Dios es el de siempre, «yo
soy el que soy» le decía ya a Moisés.
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