La muerte
es una experiencia que toca a todas las familias, sin excepción. Forma parte de
la vida; sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca nos
parece natural. Para los padres, vivir más tiempo que sus hijos es algo
especialmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las
relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de un hijo o de una
hija es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y
también el futuro. La muerte, que se lleva al hijo pequeño o joven, es una
bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor, gozosamente
entregados a la vida que hemos traído al mundo.
Oímos a los
padres, con la foto de un hijo, de una hija, niño, joven…: «Se marchó, se
marchó». En la mirada se ve el dolor. La muerte afecta; y, cuando es un hijo
afecta profundamente. Toda la familia queda como paralizada, enmudecida. Algo
similar también, sufre el niño que queda solo, por la pérdida de uno de los
padres, o de los dos. Esa pregunta: «¿Dónde está papá? ¿Dónde está mamá?».
—«Está en el cielo». —«¿Por qué no la veo?».
Esa
pregunta expresa una angustia en el corazón del niño que queda solo. El vacío
del abandono que se abre dentro de él es mucho más angustioso por el hecho de
que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente para “dar un nombre” a lo
sucedido. «¿Cuándo regresa papá? ¿Cuándo regresa mamá?»…Así es la muerte en la
familia.
¿Qué se
puede responder…?
En estos
casos, la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las
familias, y al cual no sabemos dar explicación alguna. A veces, incluso se
llega a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios,
blasfemia: «¿Por qué me quitó el hijo, la hija?...¡Dios no existe!... ¿Por qué
hizo esto?». Muchas veces hemos escuchado esto. Pero esa rabia es lo que viene
de un corazón con un dolor grande; la pérdida de un hijo o de una hija, del
papá o de la mamá, es un gran dolor. Esto sucede… en las familias.
En estos
casos, he dicho, la muerte es como un agujero. Pero la muerte física tiene
“cómplices” que son incluso peores que ella, y que se llaman odio, envidia,
soberbia, avaricia; en definitiva, el pecado del mundo que trabaja para la
muerte, y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares se
presentan como las víctimas predestinadas e inermes de estos poderes auxiliares
de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la absurda
“normalidad” con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los hechos
que añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de
otros seres humanos. Que el Señor nos libre de acostumbrarnos a todo esto.
En el
pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, muchas familias
demuestran, con los hechos, que la muerte no tiene la última palabra: esto es
un auténtico acto de fe. Todas las veces que la familia en el luto —incluso
terrible— encuentra la fuerza de custodiar la fe y el amor que nos unen a
quienes amamos, la fe impide a la muerte, ya aquí, llevarse todo.
La
oscuridad de la muerte se debe afrontar con un trabajo de amor más intenso.
«Dios mío, ilumina mi oscuridad», es la invocación de la liturgia de la tarde.
En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que el
Padre le ha confiado, nosotros podemos quitar a la muerte su «aguijón», como
decía el apóstol Pablo (1 Cor 15, 55: …que fue
sepultado y que resucitó al tercer día…); podemos impedir que envenene
nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío
más oscuro. En esta fe, podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor
venció la muerte una vez para siempre.
Nuestros
seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos
asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más
fuerte que la muerte. Por eso, el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más
sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en que cada lágrima será
enjugada, cuando «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor» (Ap 21, 4). Si nos dejamos sostener por esta fe,
la experiencia del luto puede generar una solidaridad de los vínculos
familiares más fuerte, una nueva apertura al dolor de las demás familias, una
nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza.
Nacer y
renacer en la esperanza, esto nos da la fe. Pero quisiera destacar lo que
leemos en Lucas 7, 11-15, sobre le resurrección del hijo de la viuda de Naím:
Después que Jesús vuelve a dar la vida a ese joven, hijo de la mamá viuda, leemos:
«Jesús se lo entregó a su madre». ¡Esta es nuestra esperanza! Todos nuestros
seres queridos que ya se marcharon, el Señor nos los devolverá y nos
encontraremos con ellos. Esta esperanza no defrauda. Recordemos bien este gesto
de Jesús: «Jesús se lo entregó a su madre», así hará el Señor con todos
nuestros seres queridos en la familia. Esta fe nos protege de la visión
nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de
tal modo que la verdad cristiana «no corra el peligro de mezclarse con
mitologías de varios tipos», cediendo a los ritos de la superstición, antigua o
moderna.
Hoy es necesario que los pastores y todos los
cristianos expresen de modo más concreto el sentido de la fe respecto a la
experiencia familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto —tenemos
que llorar en el luto—, también Jesús «se echó a llorar» y se «conmovió en su
espíritu» por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11, 33-37). Podemos más bien recurrir al testimonio sencillo
y fuerte de tantas familias que supieron percibir, en el durísimo paso de la
muerte, también el seguro paso del Señor, crucificado y resucitado, con su
irrevocable promesa de resurrección de los muertos.
El trabajo
del amor de Dios es más fuerte que el trabajo de la muerte. Es de ese amor, es
precisamente de ese amor, del cual debemos hacernos “cómplices” activos, con
nuestra fe. Y recordemos el gesto de Jesús: «Jesús se lo entregó a su madre»,
así hará con todos nuestros seres queridos, y con nosotros cuando nos
encontremos, cuando la muerte será definitivamente derrotada en nosotros. La
cruz de Jesús derrota la muerte. Jesús nos devolverá, a todos, la familia.
Fernando
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