El mes de noviembre, el de las “benditas
almas del Purgatorio” –como se decía antes-, nos invita a pensar en qué hay
detrás de este vida, o como dice el Papa: ¿Qué será de cada uno de nosotros?. O, al final de nuestra vida ¿qué debemos esperar?
-El
apóstol Pablo consolaba a los cristianos de Tesalónica, que también se hacían
estas mismas preguntas, y les decía: “Y así estaremos siempre con el Señor”. Son
palabras simples, ¡pero con una densidad de esperanza tan grande!...
-El
apóstol Juan, en el libro del Apocalipsis, describe la dimensión última y
definitiva, hablando de la “Nueva Jerusalén, que descendía del cielo
y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo”.
¡He
aquí lo que nos espera! Pues somos el pueblo de Dios que sigue al Señor Jesús y
que se prepara día a día al encuentro con Él, como una esposa con su esposo.
¿Por
qué? Porque Cristo haciéndose hombre como nosotros y haciendo de todos nosotros
una sola cosa con Él, con su muerte y su resurrección, nos ha desposado verdaderamente,
y ha hecho de nosotros su esposa, en el cumplimiento del designio de comunión y de
amor tejido por Dios, hacia su pueblo y hacia cada uno de nosotros.
Hay
otro elemento, sin embargo, que nos consuela ulteriormente y que abre nuestro
corazón: Juan nos dice que en la Iglesia, esposa de Cristo, se hace visible la
“nueva Jerusalén”. Esto significa que la Iglesia, además de esposa, está
llamada a convertirse en ciudad, símbolo por excelencia de la convivencia,
relación y encuentro del hombre.
Qué
bello, entonces, es poder ya contemplar, según otra imagen muy sugestiva del
Apocalipsis, todas las gentes y todos los pueblos reunidos a la vez en esta
ciudad, como en una morada, será “la morada de Dios”. Y en este marco glorioso
no habrá más aislamientos, ni distinciones de ningún tipo sino que seremos todos una sola cosa en
Cristo.
Ante
la presencia de este escenario inaudito y maravilloso, nuestro corazón tiene
que sentirse confirmado y seguro en la esperanza. Porque la esperanza cristiana
no es sólo un deseo, ni es optimismo: para un cristiano, la esperanza es
espera, espera ferviente, apasionada, por el cumplimiento último y definitivo
de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que hemos renacido y en el
que ya vivimos. Y es espera de alguien que está por llegar: es Cristo el Señor
que se acerca siempre más a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos
finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz.
La
Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y claramente visible la
lámpara de la esperanza, para que pueda seguir brillando como un signo seguro
de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el sendero que lleva al
encuentro con el rostro misericordioso de Dios.
Esto
es entonces lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a
su esposo! Debemos preguntarnos, entonces, con gran sinceridad, ¿somos testigos
realmente luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades
viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera ardiente
de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso de la fatiga y la
resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe,
de la alegría? ¡Estemos atentos!
Invoquemos
a la Virgen María, Madre de la esperanza y reina del cielo, para que siempre
nos mantenga en una actitud de escucha y de espera, para poder ser ya
traspasados por el amor de Cristo y un día ser parte de la alegría sin fin, en
la plena comunión de Dios. Y jamás olvidamos que así estaremos siempre con el
Señor, sí, así estaremos siempre con el Señor, así estaremos siempre con el
Señor…
Fernando
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