lunes, 2 de noviembre de 2015

Papa Francisco y la Familia… ¿QUE SERÁ DE CADA UNO DE NOSOTROS?


El mes de noviembre, el de las “benditas almas del Purgatorio” –como se decía antes-, nos invita a pensar en qué hay detrás de este vida, o como dice el Papa: ¿Qué será de cada uno de nosotros?.  O, al final de nuestra vida ¿qué debemos esperar?

-El apóstol Pablo consolaba a los cristianos de Tesalónica, que también se hacían estas mismas preguntas, y les decía: “Y así estaremos siempre con el Señor”. Son palabras simples, ¡pero con una densidad de esperanza tan grande!...
-El apóstol Juan, en el libro del Apocalipsis, describe la dimensión última y definitiva, hablando de la “Nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo”.
¡He aquí lo que nos espera! Pues somos el pueblo de Dios que sigue al Señor Jesús y que se prepara día a día al encuentro con Él, como una esposa con su esposo.
¿Por qué? Porque Cristo haciéndose hombre como nosotros y haciendo de todos nosotros una sola cosa con Él, con su muerte y su resurrección, nos ha desposado verdaderamente, y ha hecho de nosotros su esposa, en el  cumplimiento del designio de comunión y de amor tejido por Dios, hacia su pueblo y hacia cada uno de nosotros.
Hay otro elemento, sin embargo, que nos consuela ulteriormente y que abre nuestro corazón: Juan nos dice que en la Iglesia, esposa de Cristo, se hace visible la “nueva Jerusalén”. Esto significa que la Iglesia, además de esposa, está llamada a convertirse en ciudad, símbolo por excelencia de la convivencia, relación y encuentro del hombre.
Qué bello, entonces, es poder ya contemplar, según otra imagen muy sugestiva del Apocalipsis, todas las gentes y todos los pueblos reunidos a la vez en esta ciudad, como en una morada, será “la morada de Dios”. Y en este marco glorioso no habrá más aislamientos, ni distinciones de ningún tipo  sino que seremos todos una sola cosa en Cristo.
Ante la presencia de este escenario inaudito y maravilloso, nuestro corazón tiene que sentirse confirmado y seguro en la esperanza. Porque la esperanza cristiana no es sólo un deseo, ni es optimismo: para un cristiano, la esperanza es espera, espera ferviente, apasionada, por el cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios en el que hemos renacido y en el que ya vivimos. Y es espera de alguien que está por llegar: es Cristo el Señor que se acerca siempre más a nosotros, día tras día, y que viene a introducirnos finalmente en la plenitud de su comunión y de su paz.
La Iglesia tiene entonces la tarea de mantener encendida y claramente visible la lámpara de la esperanza, para que pueda seguir brillando como un signo seguro de salvación y pueda iluminar a toda la humanidad el sendero que lleva al encuentro con el rostro misericordioso de Dios.
Esto es entonces lo que esperamos: ¡que Jesús regrese! ¡La Iglesia esposa espera a su esposo! Debemos preguntarnos, entonces, con gran sinceridad, ¿somos testigos realmente luminosos y creíbles de esta espera, de esta esperanza? ¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera ardiente de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso de la fatiga y la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de agotar el aceite de la fe, de la alegría? ¡Estemos atentos!
Invoquemos a la Virgen María, Madre de la esperanza y reina del cielo, para que siempre nos mantenga en una actitud de escucha y de espera, para poder ser ya traspasados por el amor de Cristo y un día ser parte de la alegría sin fin, en la plena comunión de Dios. Y jamás olvidamos que así estaremos siempre con el Señor, sí, así estaremos siempre con el Señor, así estaremos siempre con el Señor…


                                                                                   Fernando

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