1.Para esta sociedad nuestra, tan
mundanizada y deformada por el pecado, la vida pasa, y se acaba cuando llega la muerte.
Pero
Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde
habita la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos
los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. He aquí la meta a la cual
aspira la Iglesia: es como dice la Biblia la
“Jerusalén nueva”, el “Paraíso”. Más que de un lugar, se trata de un “estado”
del alma, en el cual nuestras expectativas más profundas serán cumplidas de
manera superabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios,
alcanzará la plena maduración. ¡Seremos finalmente revestidos de la alegría, de
la paz y del amor de Dios en modo completo, sin ningún límite, y estaremos cara
a cara con Él! ¡Es bello pensar esto! Pensar en el cielo. Todos nosotros nos
encontraremos allí. Todos, todos, allí, todos. Es bello. ¡Da fuerza al alma!
2. En esta perspectiva, es bello
percibir cómo hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia que
está en el cielo y aquélla, todavía en camino, sobre la tierra. Aquellos que ya
viven en la presencia de Dios, de hecho, nos pueden sostener e interceder por
nosotros, rezar por nosotros.
Por
otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer buenas
acciones, oraciones y la Eucaristía misma para aliviar las tribulaciones de las
almas que todavía están esperando la beatitud sin fin. Sí, porque en la
perspectiva cristiana, la distinción no es más entre quien ya está muerto y
quien todavía no lo está, sino entre quien está en Cristo y quien no lo está.
Éste es el elemento determinante, realmente decisivo para nuestra salvación y
para nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada
Escritura nos enseña que el cumplimiento de este diseño maravilloso no puede no
interesar también todo aquello que nos rodea, y que ha salido del pensamiento y
del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma explícitamente, cuando dice que
también “la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para
participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios”.
Otros
textos utilizan la imagen del “cielo nuevo” y la “tierra nueva”, en el sentido
de que todo el universo será renovado y liberado de una vez para siempre de
todos los rastros del mal y de la misma muerte. Se cumple así una
transformación que se produjo a partir de la muerte y resurrección de Cristo: es,
por lo tanto, una nueva creación; no una aniquilación del cosmos y de todo lo
que nos rodea, sino que es llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de
belleza. Este es el diseño que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que desde
siempre quiere realizar y está realizando.
Queridos amigos, cuando pensamos en
estas maravillosas realidades que nos esperan, nos damos cuenta del maravilloso
don que es pertenecer a la Iglesia, que lleva inscrita una vocación altísima.
Pidamos entonces a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que vigile siempre
sobre nuestro camino y nos ayude a ser, como ella, un signo gozoso de confianza
y esperanza entre nuestros hermanos.
Fernando
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