Estamos
celebrando el Jubileo de la Misericordia y ante nosotros se nos presenta la
puerta, generosamente abierta, y nosotros debemos valerosamente cruzar su
umbral, porque la Misericordia de Dios acoge nuestro arrepentimiento, ofreciéndonos
la gracia de su perdón.
Del Sínodo
de los Obispos, la Iglesia entera ha
recibido un gran aliento para encontrarse bajo el umbral de esta puerta. La
Iglesia ha sido animada a abrir sus puertas, para salir con el Señor al
encuentro de sus hijos y de sus hijas en camino, a veces inciertos, a veces
perdidos, en estos tiempos difíciles. Las
familias cristianas, en particular, han sido animadas a abrir la puerta al
Señor que espera para entrar, trayendo su bendición y su amistad.
El Señor no
fuerza jamás la puerta: Él también pide permiso para entrar, como dice el
Libro del Apocalipsis: «Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi
voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (3,20). Y en la última
gran visión de este Libro, así se profetiza de la Ciudad de Dios: «Sus puertas
no se cerrarán durante el día», lo que significa para siempre, porque «no
existirá la noche en ella» (21,25). Existen lugares en el mundo en los cuales
no se cierran las puertas con llave. Pero existen tantos otros donde las
puertas blindadas se han convertido en normales. Esto no nos sorprende; pero,
pensándolo bien, ¡es un signo negativo! No debemos rendirnos a la idea de tener
que aplicar este sistema en toda nuestra vida,
en la vida de la familia, de la ciudad, de la sociedad. Y
mucho menos en la vida de la Iglesia. ¡Sería terrible! Una Iglesia inhóspita,
así como una familia cerrada en sí misma, mortifica el Evangelio y marchita el
mundo.
La gestión simbólica de las “puertas” –
de los umbrales, de los caminos, de las fronteras – se ha hecho crucial. La
puerta debe proteger, cierto, pero rechazar. La puerta no debe ser forzada, al
contrario, se pide permiso, porque la
hospitalidad resplandece en la libertad de la acogida, y se oscurece en la
prepotencia de la invasión. La puerta se abre frecuentemente, para ver si
afuera está alguien que espera, y tal vez no tiene la valentía, o ni siquiera
la fuerza de tocar. La puerta dice muchas cosas de la casa, y también de la
Iglesia. La gestión de la puerta
necesita un atento discernimiento y, al mismo tiempo, debe inspirar gran confianza. Quisiera expresar una
palabra de agradecimiento para todos los vigilantes de las puertas: de nuestros
condominios, de las instituciones cívicas, de las mismas iglesias. Muchas veces
la sagacidad y la gentileza de la recepción son capaces de ofrecer una imagen
de humanidad y de acogida de la entera
casa, ya desde el ingreso. ¡Hay que aprender de estos hombres y mujeres,
que son los guardines de los lugares de encuentro y de acogida de ciudad del
hombre!
En verdad,
sabemos bien que nosotros mismos somos los custodios y los siervos de la Puerta de Dios, que es Jesús. Él nos ilumina en todas
las puertas de la vida, incluso aquella de nuestro nacimiento y de nuestra
muerte. Él mismo ha afirmado: «Yo soy la puerta. El que entra por mí se
salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (Jn 10,9). Jesús es la
puerta que nos hace entrar y salir. ¡Porque el rebaño de Dios es un amparo, no una prisión! Son los ladrones,
aquellos que tratan de evitar la puerta, porque tienen malas intenciones, y se
meten en el rebaño para engañar a las ovejas y aprovecharse de ellas. Nosotros
debemos pasar por la puerta y escuchar la voz de Jesús: si sentimos su tono de
voz, estamos seguros, somos salvados. Podemos entrar sin temor y salir sin
peligro. En este hermoso discurso de Jesús, se habla también del guardián, que
tiene la tarea de abrir al buen Pastor (Cfr. Jn 10,2). Si el guardián escucha
la voz del Pastor, entonces abre, y hace entrar a todas las ovejas que el
Pastor trae, todas, incluso aquellas perdidas en el bosque, que el buen Pastor
ha ido a buscarlas. Las ovejas no los elige el guardián, sino el buen Pastor.
El guardián – también él – obedece a la voz del Pastor. Entonces, podemos bien
decir que nosotros debemos ser como este guardián. La Iglesia es la portera de la casa del Señor, no la dueña.
La Sagrada Familia de Nazaret sabe bien qué cosa significa una
puerta abierta o cerrada, para quien espera un hijo, para quien no tiene
amparo, para quien huye del peligro. Las familias cristianas hagan del umbral
de sus casas un pequeño gran signo de la Puerta de la misericordia y de la
acogida de Dios. Es así cómo la Iglesia deberá ser reconocida, en cada
rincón de la tierra: como la custodia de
un Dios que toca, como la acogida de
un Dios que no te cierra la puerta, con la excusa que no eres de casa.
Fernando
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