«Quien no quiere
pensar es un fanático; quien no osa pensar es un cobarde» (Francis Bacon).
El fanatismo rehúsa el pensamiento. Se refugia en su
torre fortificada y canoniza su absolutismo. El fanático no quiere entrar en
razón y cree poseer toda la verdad sin los otros. Para él no es necesario
pensar. Lo tiene todo claro. Y cree que todos los demás están equivocados. El
fanático es un monolito contra el cual se estrellan todos y todo. Con él, un
diálogo es imposible porque no necesita aprender nada de nadie. Él impone su
ley sin pensar y quien piensa va contra su ley. Así de rotundo y de ridículo es
el fanático.
El otro extremo es el cobarde, que no osa pensar. Son
muchos los que tienen miedo y no se atreven a razonar. El pensar les complica
la vida, les compromete y evitan este ejercicio mental tan básico. La cobardía
les lleva a la comodidad de no pensar, y esta comodidad protege su cobardía.
La posición adecuada es pensar para orientar el futuro
y abrir para él nuevas metas. Si no pensamos nos quedamos bloqueados y corremos
el peligro real de caer en el fanatismo o en la cobardía: dos extremos nocivos
para la persona.
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